Mathieu Amalric

El regreso del hijo pródigo de la familia Desplechin

El rostro del maquiavélico Dominic Greene, el villano de la última aventura de James Bond (Quantum of Solace, Marc Foster, 2008) para el gran público, posiblemente tan sólo  pertenece a uno de tantos actores europeos anónimos, al que tal vez, y como mucho, recuerden por su breve intervención en Munich (Steven Spielberg, 2005). Para un público más receptivo a ciertas propuestas, este rostro quizá ya tenga nombre, e indudablemente podrán recordarlo por su esforzada recreación de Jean-Dominique Bauby, redactor jefe de la revista Elle, en  La escafandra y la mariposa (Le scaphandre et le papillon, Julian Schnabel, 2007); Los que tengan buena memoria, además, quizá podrán situarlo como Gabriel, uno de los protagonistas de uno de los mejores films de Olivier Assayas, el hermoso Finales de agosto, principios de septiembre (Fin août, début septembre, 1998). El espectador mucho más voluntarioso y esforzado y que de forma casi heroica lucha contra la tiranía, y absurdo, de la distribución convencional, sabrá sin lugar a dudas que estamos hablando de uno de los mejores intérpretes del cine europeo contemporáneo.

Imaginemos ahora una reunión familiar. El marco podría ser una casa situada en, por ejemplo, un barrio de las afueras de una ciudad de provincias (podría estar cerca de París). El jardín está meticulosamente cuidado, y pese a que el tiempo ha hecho indiscutiblemente mella en la fachada, resulta obvio que la finca es concienzudamente cuidada. Grandes pasillos, quizá tenuemente iluminados, espaciosas habitaciones. Conforme avanzamos se presenta un ligero murmullo que poco a poco se torna en diversas voces. Ahora estamos en una de las estancias, tal vez el salón. Descubrimos a diferentes personajes. Varias mujeres, varios hombres. De píe. Sentados. Hablando. Silenciosos. Frente a ellos una cámara, detrás un cineasta. Observando la escena, no tardamos en advertir la ausencia de un personaje, un hombre. Escrutando meticulosamente las numerosas fotografías que cubren las paredes quizá podamos descubrir entre ellas el rostro del ausente. En efecto, no tardamos en encontrarle; y tal y como imaginábamos, el rostro corresponde al del actor desconocido del primer párrafo de este texto. Un rostro al que quizá ya sería momento de ponerle nombre. Si bien, delante de la cámara de Desplechin, podríamos llamarle Mathieu, no nos equivocaríamos si le llamásemos Paul, Henri y sobre todo Ismael; y es que este es posiblemente el nombre que posiblemente mejor nos ayude a descubrirle (y a esbozar una suerte de precipitado retrato), el de un soñador desencantado, el que comparte con aquel joven que fue cargado de ingenuidad en busca de la ballena blanca. Y sí, efectivamente, lo habéis descubierto, Ismael Vuillard ya no forma oficialmente parte de la familia, está encerrado en un psiquiátrico, o como siempre está dando tumbos, incapaz de ordenar su vida, pero sigue siendo el más lúcido, el más coherente dentro del caos, por eso nos parece tan hermosa su charla con el pequeño Elías; La respuesta es que nadie tiene las respuestas y quien crea tenerlas tan sólo es un necio que se está equivocando. No nos equivoquemos. La familia no tendría sentido sin Ismael, de la misma manera que tampoco podría existir sin Henri. Por mucho que traten de convencerse de que no lo necesitan. Ahora, supongamos, que esta cámara imaginaria de forma casi imperceptible se desliza entre los diferentes personajes hasta un pequeño mueble (tal vez una mesa) sobre el que reposan el retrato de un niño y un diario. Al abrir el libro leemos en la primera página «Diario de Paul Dedalus» y este nombre no nos resulta desconocido. Paul es el hijo de Elisabeth, la hija mayor (si obviamos, aunque sabemos que no deberíamos hacerlo, a Joseph, el primogénito, al que precisamente Henri naciendo tenía que salvar pero claro todos sabemos (o eso creemos) como es Henri y obviamente llegó tarde; fue el primero de los muchos errores que tenía que cometer) de la familia Vuillard (Sí, ahora la familia comparte apellido con Ismael el soñador). El muchacho ha intentado suicidarse. Paul dentro de unos años tratará de ser feliz y escribirá ese diario y será una melancólica crónica sentimental (y/o sexual) y curiosamente su rostro será el de su tío Henri o el de Ismael. Todo esto quizá nos parece un poco enrevesado, continuemos, sin embargo, un poco mas adentrándonos en este supuesto laberinto. Atentamente observemos el rostro del pequeño de la fotografía; es una imagen en blanco y negro, puede tener unos veinte-treinta años, pero nos parece tan antigua como el rostro del pequeño Jean-Pierre Léaud mirando congelado desafiante al espectador después de llegar a la playa. El niño lleva el pelo  largo, su rostro es agradable pero se adivina cierta tristeza (¿por qué muchos retratos antiguos nos parecen casi trágicos?), pero sobre todo nos llama poderosamente la atención, casi diríamos que nos atrapa, su mirada. Una mirada que recuperamos en una resolución absolutamente admirable y que nos dice mucho de un cineasta como Desplechin y de un actor tan soberbio como Mathieu Amalric. Henri, escapándose literalmente de su habitación en el hospital, va a ver a Junon (será la última vez que veamos a estos personajes, este cuento de navidad está a punto de finalizar) se mirarán, se mostrarán como siempre recelosos el uno con el otro, sonreirán cómplices (tal vez por primera vez, nunca lo sabremos pero el hijo pródigo quizá haya salvado a su madre) y después de lanzar una moneda al aire, antes de descubrir la cara o la cruz, los dos personajes se miraran y detrás de esa mirada descubriremos a unos intérpretes absolutamente luminosos, frágiles, inmensos.

Mathieu Amalric es uno de esos raros intérpretes (mas aún en estos tiempos) que con nada nuevo film parece construir brillantemente una suerte de ficticia autobiografía; al igual que Jean-Pierre Léaud o Yves Montand (dos de los mejores ejemplos para entender la moral del actor moderno) interprete el papel que interprete, ya sea el idealista Ismael o el fantasmagórico psicólogo Simon Kessler, su verdadero rostro, sus huellas, no pueden (sería tan contradictorio como absurdo) ocultarse. Amalric es un actor que rompe con el conformismo, cargado de energía, de pasión, de amor por su trabajo, que parece dejarse literalmente la piel en cada uno de sus nuevos caracteres; es uno de los pocos intérpretes contemporáneos que parece tener una verdadera conciencia intelectual, moral y política de su oficio. Se me ocurren ahora dos momentos (de los numerosos que podríamos encontrar en su filmografía) que nos llevan a afirmar que es uno de los escasos actores, que de forma más admirable, utiliza las herramientas de su profesión: la mirada en la secuencia que comentaba de Un cuento de navidad y la voz (desnuda completamente sobre una pantalla negra) en el escalofriante monólogo final de La cuestión humana (La Question humaine, Nicholas Klotz, 2007), todo un ejemplo de virtuosismo interpretativo. Recuerdo ahora unas líneas de Truffaut describiendo a Jean-Pierre Léaud para el Studio 43, a propósito de un homenaje al actor, allá por el año 84, poco antes de su trágica desaparición, en las que describía al intérprete como el actor fantasioso, el actor antidocumental; No sería descabellado afirmar que Mathieu Amalric, sosias de Arnaud Desplechin, como Léaud lo fue de Truffaut, es el actor fantasioso del siglo XXI y es que  como afirmaba Truffaut, el suyo es un realismo que pertenece a los sueños.

Sería absurdo lamentarse ahora de que buena parte de la filmografía de Amalric (incluyendo por supuesto sus notables trabajos detrás de las  cámaras) apenas ha llegado a nuestro país y de que para muchos el que posiblemente sea el mejor actor europeo moderno no deje de ser un rostro anónimo; tampoco caeré en pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor y que hace treinta años actores como Bruno Ganz o Michel Piccoli  no eran simplemente un semblante sin nombre. No, ya está bien de lamentaciones baratas y lugares comunes. Es tiempo de felicitarse por que por fin se ha estrenado entre nosotros un film de Arnaud Desplechin, quien posiblemente a día de hoy es el cineasta más notable del país vecino. En el que, además de descubrir las excelencias de este brillante narrador, podemos admirar a una trouppe de intérpretes en estado de gracia, en la que sobresale indiscutiblemente el único actor que  a día de hoy merece la etiqueta de actor de ficción: Mathieu Amalric.