¡Jodidos canadienses!
Ignoro si South Park podría ser considerada parte integrante de la llamada Nueva Comedia Americana. Más que nada porque existe una marcadísima diferencia de fondo entre el film de Parker y Stone y esta tendencia (por llamarla de alguna forma) del cine de humor estadounidense: la mayoría de las películas que se integran en dicho corpus (salvo, quizá, los films iniciales de los Farrelly) ocultan, en el fondo, una ideología que nada tiene que ver con aspectos aparentemente críticos o políticamente incorrectos. Su radicalidad es meramente superficial y, en líneas generales, se halla subordinada a un discurso de todo punto conservador (solo hay que ver las películas de Ben Stiller para corroborarlo) que no hace el menor esfuerzo por adquirir carices algo más comprometidos con la situación social norteamericana o por plantear cambios de rumbo mínimamente serios a un género que, en la actualidad, se encuentra tan maltratado que muchos nos preguntamos si continúa existiendo. Empero, todas estas exigencias sí se encuentran presentes, curiosamente, dentro del género de animación. Posiblemente, Los Simpson (The Simpsons. Matt Groening, James L. Brooks, Sam Simon, 1989-?, Fox) sirvieron de detonante a una inmisericorde radiografía de la degradación y progresiva destrucción de la familia nuclear, dentro de una coyuntura social al borde del caos, que tuvo su más lógica continuación con South Park y que, en la actualidad, ha alcanzado las más altas cotas de misantropía y nihilismo con la imprescindible Padre de familia (Family Guy. Seth MacFarlane, 1999-?, Fox). El paso a la gran pantalla de los niños de South Park (Trey Parker y Matt Stone, 1997-?, Comedy Central) corroboró su estatus de serie de culto convirtiéndose, además, en uno de los films más salvajes, hilarantes y poderosos del fin del milenio.
Al igual que en la serie, las aventuras de Cartman, Kyle, Stan y Kenny reproducen la situación de un país necesitado de crear monstruos para mantener sus férreas exigencias internas. Años antes de la invasión de Iraq, Parker y Stone proponen otra particular cruzada imperialista mediante la guerra contra los canadienses. Conflicto surgido de la doble moral de la sociedad norteamericana mediante una obsesión censora que los propios autores han sufrido en sus carnes en más de una ocasión. En medio de todo ello, la presencia de un Saddam Hussein que se hace portador de todos los vicios que condena la reaccionaria sociedad (en especial, la obsesión por el sexo) y que se convierte en uno de los dos vértices de la brutal manipulación a la que es sometida el americano de a pie: por un lado, la religiosa erigiendo una civilización desatinadamente teocéntrica donde no tiene cabida ni el menor atisbo de racionalidad, simbolizado todo ello en la figura de Satanás; y, por otro, la política, mediante la obsesión por la caza y captura de un monstruo creado por los propios dirigentes de la nación, todo ello lógicamente encarnado en la figura del dictador iraquí.
Pero no son solo estos aspectos los que convierten South Park en el ejemplo más contundente de humor extremo y subversivo. El mundo de la infancia se nos presenta carente de idealización. Una pandilla de rijosos malhablados que responden con expresiva indiferencia ante unos preceptos morales que, más pronto que tarde, acabarán fagocitándolos e integrándolos en los mecanismos internos de la sociedad. El fiasco de un sistema educativo con más deficiencias que virtudes (el profesor es un esquizofrénico carente de cualquier tipo de conexión con el mundo infantil) aboca a los niños a un prematuro fracaso que se traduce en la imposibilidad de lograr un pleno desarrollo como seres humanos (Kenny, de hecho, muere en —casi— todos los episodios de la serie, y la película no es una excepción al respecto). De igual manera, la religión como condicionante de un pensamiento único que desemboca en la idiocia más absoluta se traduce en la presencia del mismísimo Jesús como flamante estrella mediática.
South Park. Más grande, más largo y sin cortes hace realidad lo que el resto de películas adscritas a la Nueva Comedia Americana ni siquiera se atreven a esbozar: el desatino diario en el que se encuentra la sociedad americana y, por extensión, el resto de la civilización actual. La obsesión por la destrucción, la violencia intrínseca en todos los personajes que pululan por el film y la exposición de unas relaciones personales marcadas por la escatología, muestran a las claras el desolador panorama con el que nos encontramos a diario, aunque nuestra apatía haya acabado cegándonos o mitigando su dureza. De igual manera, Parker y Stone tampoco tienen remilgos en poner en tela de juicio el actual estado del cine: la película de Terrance y Philip, un sinsentido basado en contínuas flatulencias y desprovisto de guión, resulta un nítido reflejo de los derroteros por los que transita el cine manufacturado en el Hollywood actual.