Licencia para molestar
El visionado de un título de las características de Team America: La policía del mundo me lleva a plantearme cuales son los mecanismos subyacentes a la liberadora carcajada, que nos resulta hilarante y que no nos hace maldita la gracia. Una reflexión que trasciende, y mucho, el verdadero alcance de la película, pero que tal vez por ello mismo le dote de cierto interés digamos más socio-cultural que propiamente cinematográfico. Si el humor se construye a partir de una determinada valoración de lo real, dependiente, como casi todo en la vida, del punto de vista, la cargante posmodernidad, en su versión cinematográfica, ha terminado por suplantar su referente inicial, la realidad, por otro considerablemente más accesible (y manipulable), su versión fílmica. No hay más que poner a correr al insulso de Chris O´Donnell delante de un batallón de mujeres vestidas de blanco para que unos cuantos sonrían complacidos recordando al inolvidable Buster Keaton de Siete ocasiones (Seven Chances. Buster Keaton, 1925), dando inequívocas muestras de haber pillado el chiste. Lo de menos es su arbitraria descontextualización; a fin de cuentas, otros muchos desconocerán su filiación silente y reirán a mandíbula batiente ante la genial ocurrencia del guionista de turno, sin importarles lo más mínimo que no venga a cuento. Negocio redondo, vaya.
Así las cosas, no resulta sorprendente que la principal pretensión de los responsables de Team America: La policía del mundo sea mofarse abiertamente de todos aquellos filmes que a su vez se mofaban abiertamente de aquellos otros filmes que se mofaban abiertamente (o no) de las constantes de su tiempo. Siendo honestos, no deja de tener su cuota de justicia poética el mostrar las vergüenzas de los Abrahams, Zucker y Brooks de turno, lo que en todo caso no hace más digerible la molesta sensación de déjà vu que impregna de principio a fin la narración, con su extenuante sucesión de guiños pop destinados a ese gran público para el que la cultura es aquello a lo que se accede a través de la pantalla de un televisor. No negaré su indudable eficacia en formato corto o serie, pero a un servidor se le indigestaron, aglutinados uno tras otro a lo largo de 100 minutos, por más que de la inevitable irregularidad del conjunto emerjan momentos tan antológicos como las sucesivas apariciones del villano de la función —ese Kim Jong II con ínfulas a lo Doctor No y sempiterno gesto agrio— o cada una de las acciones de estos inefables ¿defensores? del mundo libre, que dotan de un nuevo sentido al eufemismo daño colateral.
Y es que donde Trey Parker y Matt Stone, penúltimos francotiradores made in USA, se aplican con verdadero (y encomiable) ensañamiento es en ajustar cuentas con todos y cada uno de los sinsentidos de la temible Era Bush, empezando por el maniqueísmo de su política de buenos y malos, siguiendo por el Eje del Mal y terminando con la glorificación del ataque preventivo, sin importar los daños causados con tal de que la Democracia con mayúsculas prevalezca, caiga quien caiga. Claro que, puestos a ser excomulgados, sus salvajes diatribas no se limitan a emponzoñar las esencias de la América ultraconservadora, salpicando por igual a las mentes bienpensantes que conforman el lobby pro-demócrata del Sindicato de Actores. Ahí es nada ver al inefable Michael Moore, versión integrista izquierdoso, saltando por los aires junto con el cuartel general de Team America, situado en el muy patriótico Monte Rushmore. Por no hablar del festín que dos inofensivos gatitos se dan con Sean Penn y Charlie Sheen. En incorrección política, a las pruebas me remito, a esta insobornable pareja no hay quién le tosa.
El gran problema es que ambos compiten consigo mismos, y cuando se ha mostrado a Sadam Hussein fornicando con el mismísimo Satán, difícilmente se puede sorprender al personal. Ni siquiera elevando la provocación al cuadrado. Eso si, Team America: La policía del mundo tiene en su haber el vómito más largo que uno recuerde y la secuencia de sexo más marciana jamás rodada. Que esto sea una genialidad, o una estupidez, queda a juicio del consumidor.