Vergüenza ajena
Cuando se está contemplando una de las películas españolas de mayor éxito del año, y uno debe hacer enormes esfuerzos durante todo su metraje para no confundirla con una de aquellas viejas cintas protagonizadas por Andrés Pajares, Antonio Ozores, Fernando Esteso, Alfredo Landa o Paco Martínez Soria, se imponen, sin duda, varias reflexiones. La primera es evidente y descorazonadora, para quien esto escribe: que nos siguen gustando las mismas estupideces o, lo que es peor, que el público español mayoritario sigue siendo amante incondicional de la zafiedad, la grosería, el provincianismo y, en fin, el mal gusto. La segunda no es menos desalentadora: el audiovisual español ha hecho el largo y difícil camino desde un cine deshuesado hacia una televisión fuerte para que desde ésta se produzca un trasvase de «talento» al primero, reforzándolo comercialmente, a costa de transmitirle el contagioso virus de la comodidad. Dicho de otra manera, mientras en el audiovisual estadounidense el talento del cine ha conformado un panorama envidiable de ficción televisiva y ésta, a su vez, está insuflando renovadas tendencias en el cine, aquí estamos todavía quitándonos de encima la caspa de los años setenta. ¿Quitándonosla? ¡Qué va! Recreándonos en ella…
Fuga de cerebros narra (sic) la historia de un grupo de jóvenes aparentemente perdedores (frikis, para entendernos) que tienen tan poco que hacer en la vida que deciden acompañar a uno de ellos, Emilio (Mario Casas), a Oxford, falsificando todo tipo de documentos, para que éste logre por fin superar su timidez y, así, consiga el amor de Natalia (Amaia Salamanca). Como planteamiento de comedia, aunque frágil por los notables riesgos de absoluta inverosimilitud desde los primeros pasos del filme, podría servir como cualquier otro, si no fuera porque la película se convierte pronto en una especie de chiste clásico: ¿Qué hacen un ciego, un gitano, un paralítico, un homosexual y un tímido enfermizo, todos españoles, en la Gran Bretaña? Aunque hay escenas que darían para ello (la del restaurante, en el que el parapléjico repta por el suelo para perseguir a su chica, en mi opinión humillante), no vamos a entrar en la escasa sensibilidad social del guion. Tampoco insistiré en el catetismo que se desprende de todo el argumento, dando la sensación de que a nuestros autores audiovisuales les encanta regodearse en el «mito de la boina», como demuestran las impagables escenas que se producen cuando los padres de los chicos les visitan en Oxford.
El principal problema de esta comedia es que uno no puede reírse mientras sufre accesos constantes de vergüenza ajena. La estrategia cómica del «caca-culo-pedo-pis» debería estar desterrada de las pantallas hace tiempo o, al menos, deberíamos dejarla en manos de esos que dicen que conforman la «nueva» comedia americana; escenas como la de la sonda urinaria del parapléjico enganchada al ventilador de la discoteca, propiciando una improvisada lluvia dorada, o la de la garrafa llena de semen que cae sobre un balde repleto de leche son tan lamentables que no es fácil comprender cómo ninguna de las manos por las que pasó el guion no las tachó de manera inmisericorde.
Otro de los graves problemas que tiene el filme es que no se puede hacer una comedia coral sin actores. Porque, seriamente, no puede emplearse ese calificativo para la mayoría de los implicados en Fuga de cerebros. Es justo hacer dos excepciones importantes, aunque con diferente valoración. La primera es Alberto Amarilla, que saca adelante con esfuerzo y mucha simpatía un complicadísimo papel de ciego que, pudiendo haber sido un insulto para los ciegos y para los que no lo somos, se convierte en un personaje limpio, divertido y vital; Amarilla, además, tiene momentos brillantes de comedia y demuestra, así, que posee suficiente dominio en diversos registros para poder convertirse en un actor español de referencia. La otra excepción es Mario Casas, que saca adelante a duras penas un papel imposible, ridículo, absurdo; no logra el equilibro y la solidez de su personaje en Mentiras y gordas, pero demuestra que es un actor muy joven al que merece la pena seguir. Pero, ¿Qué decir de la multipublicitada Amaia Salamanca? Que no es de extrañar que las polémicas se centren en qué partes de su ¿belleza? (esto va por gustos) son más atractivas porque… lo que es actriz… de momento no lo es y, por tanto, no es posible siquiera valorarla bajo esa perspectiva; lo que sí parece asombroso es cómo, tras pasar por un éxito televisivo importante (Sin tetas no hay paraíso), alguien puede elegir un papel como este para dar su salto al cine.
En fin, quienes me conocen o me leen saben mi aprecio por el cine español, y mi escasa propensión a la crítica gruesa basada en prejuicios «nacionales». Pero, en coherencia, creo que el hecho de que filmes como este se sigan haciendo y, además, lleguen al gran público en la escala en la que lo ha hecho Fuga de cerebros, sólo sirve para perpetuar la unión de la imagen del cine español a la fórmula de «tetas+tontos». Y eso que me alegro de que todos los euros que recaude el filme vayan a parar a la industria española, en vez de, por ejemplo, a la francesa, y así podamos ser nosotros los que financiemos las películas de José Luis Guerín, por ejemplo.