Princesa con sorpresa
Si bien actrices como Selma Blair, Molly Shannon, Amy Poehler o Anna Faris han conseguido intermitentemente un cierto tipo de discurso articulado a partir de sus interpretaciones, lo cierto es que la incorrección política, quizá debido a su fondo misógino, ha carecido desde sus orígenes de una figura femenina a seguir. Por eso resulta tan de agradecer la aparición de Sarah Silverman: su mejor presentación es este largo show de monólogos con varios videoclips insertados a modo de sketches, una puesta en solfa al sistema de valores yanqui a través de la envenenada lengua del mismo personaje que desarrollaría en su teleserie de culto The Sarah Silverman Program (Harmon, Schrab, Silverman, 2007-?, Comedy Central): una princesita judía clasista, racista y caprichosa, pero inevitablemente encantadora. Perforando a conciencia los límites de lo actualmente permisible en terrenos humorísticos, incluso dentro de la stand-up comedy yanqui (que por suerte nada tiene que ver con la manera de enfocar el fenómeno en España), Silverman nos regala regocijantes speeches en torno al 11-S, la higiene de los mexicanos, Martin Luther King o el SIDA, y adereza sus descargas de bilis con indescriptibles numeritos musicales del calado de Jewish people driving german cars, The porn song o, lo mejor de todo el show, You´re gonna die soon, en la que explica a los ancianos de un asilo la inminencia de su muerte con los acordes de una guitarra y la más cándida de las sonrisas. El despotismo y la ignorancia tienen su lado divertido si el envoltorio es lo suficientemente chic: así, en los labios de la princesa, las mayores barbaridades resultan graciosas, ya que no podemos evitar adorarla. Silverman conoce su propio poder, que no es poco, y se vale de él para provocar y zarandear a las masas, hurgar hasta la sangre en las heridas abiertas generadas por una sociedad en crisis, y de paso, desenmascarar tanto a los inquisidores de nuevo cuño como a los supuestos baluartes de la nueva progresía. Su humor no es, como el de Tom Green, lo antítesis de lo cool, sino una estrategia para escupir sobre el buen gusto desde las torretas de lo socialmente aceptable. Es decir, que si popes como Howard Stern pudieran ser las aproximadas reencarnaciones de la literatura de Sade en la era de la NCA, el humor de Silverman, hermoso en su decadencia y generoso en su ingenio falsamente espontáneo, entroncaría de lleno con la escuela de Oscar Wilde y Lewis Carroll, y llegado el siglo XX, con la obra de otras mujeres que entremezclaban la alabanza a las mieles de su clase con una biliosa exposición de sus miserias, como Dorothy Parker o Jane Bowles.
Prueba de ello es la reveladora secuencia final, muestra inequívoca de este humor decadente tan sui generis como elegante en su patetismo, en la que Silverman se refugia en su camerino y, tras echar a los amigos que habían venido a felicitarla, comienza a darse el lote con la imagen que le devuelve su espejito. La arrogancia y despotismo de la clase media alta americana jamás había encontrado un reflejo más fiel que en la figura de Silverman. Dejemos que ella se meriende a su imagen. Nosotros (todos) sobramos.