Egoístas malcriados
Permítanme los lectores que haga una pequeña digresión de contexto antes de centrarme en lo que les ha traído aquí, el segundo largometraje como director de Judd Apatow. Trenzar dos temas tan distantes (y distintos) como las películas y las ideologías políticas es más delicado de lo que creen la mayor parte de los analistas cinematográficos, que acaban mezclando churras con merinas. No hay más que echar la vista atrás hacia los estrenos recientes para darse cuenta de cuántas películas mediocres se celebran por defender tesis progresistas —basta repasar los premios de muchos festivales de cortos para darse cuenta de hasta qué punto está de moda el cine comprometido mal entendido—, y hasta qué punto obras brillantes se desprecian por tener detrás a autores con ideología conservadora —¿es necesario que recuerde el triste ejemplo de Mel Gibson?—. Pero, ya se sabe, estamos en la era de la political correctness y del izquierdismo entendido (por desgracia) como pose intelectual.
En ese sentido, yo puedo no estar de acuerdo con la noción conservadora de las relaciones humanas que plantea Apatow en Lío embarazoso —algo, en todo caso, intrínseco a toda su filmografía—, pero desde luego aprecio la honestidad con la que la refleja sobre la pantalla. Entiendo (aunque no comparto) que los que quieren marcar las tendencias cinematográficas más cool se vean obligados a renegar de autores que antes habían defendido a muerte, como Apatow, porque se sumergen demasiado en la corriente del mainstream. Lo que me sorprende es para ello se le achaquen características de su cine, como su planteamiento ideológico —lo curioso es que a Adam Sandler, que siempre ha explotado una evidente vena capriana, nunca se le ha acusado de nada al respecto—, que se han mantenido constantes desde sus primeras incursiones fílmicas, demostrando, digámoslo ya, una coherencia mayor que la de sus propios críticos.
Porque, si algo hay que achacarle a la película que nos ocupa, más allá del estilo plano e insípido de sus imágenes —una cosa es darle protagonismo a los actores, y otra bien distinta no ayudarles a sacar brillo de sus interpretaciones a través de la cámara—, es algo que debería ser imperdonable en un proyecto concebido como comedia romántica: su incapacidad para hacer creíble la (supuesta) historia de amor entre Ben Stone (Seth Rogen) y Alison Scott (Katherine Heigl). Lo fácil sería achacarlo a que sus protagonistas no tienen la más mínima química, sobre todo por culpa de las mediocres prestaciones que ofrece la actriz de Anatomía de Grey (Grey´s Anatomy. Shonda Rhimes, 2005-?, ABC y Touchstone), pero la realidad es que el problema es mucho más profundo, y proviene de la misma estructura de la narración. Y es que Apatow está demasiado ansioso por llegar al punto de la historia que más le interesa a nivel personal —la asunción obligada de su protagonista de sus responsabilidades como padre— y la acelera demasiado, obligando al espectador a asumir una suspensión de la incredulidad que no encaja en una historia que se pretende realista.
Lo más interesante del film, de hecho, es lo que tiene de confesión personal, rozando lo documental, de las ideas sobre el matrimonio y la familia —sus altibajos, sus inconvenientes, sus desacuerdos…— que tiene el propio director. Que su mujer, Leslie Mann, y sus hijas, Iris y Maude, interpreten también al entorno inmediato del personaje de Paul Rudd, le permite profundizar en sus propios conflictos internos respecto a la paternidad. Esa (previsible) revelación de que Mann y Rudd, supuestamente los personajes más maduros y equilibrados que aparecen en la película, en el fondo son igual de infantiles y excéntricos que el resto de protagonistas, viene a poner sobre la mesa un tema fundamental para entender a las nuevas generaciones de adultos —entre las que, digámoslo abiertamente, me incluyo— que tan bien refleja Apatow sobre la gran pantalla: la eterna sensación de estar jugando a ser mayor, porque, interiormente, seguimos considerándonos los mismos niños que habíamos sido. A diferencia de nuestros padres, que no tuvieron más remedio que asumir sus roles adultos desde muy jóvenes, casi sin plantearse demasiados porqués al respecto —en gran parte, por una educación más limitada que la nuestra, más restrictiva y también más conservadora—, nosotros hemos tenido una niñez y una adolescencia más largas, hemos tenido muchas más facilidades para acceder al conocimiento, y en general hemos desarrollado una noción más individualista de la existencia, que nos hace añorar lo fácil que era todo en nuestra infancia, cuando no teníamos que preocuparnos por nadie más que por nosotros mismos. Lo que en el fondo nos está diciendo Apatow, entre chiste y chiste, con una modestia asumida desde su posición de entertainer vocacional, es que somos todos unos egoístas malcriados. Y, sinceramente, tiene toda la razón del mundo