The Aristocrats

Incorrección sin sexo ni violencia

¿Tiene sentido un documental sobre un chiste? Si este chiste es el de los aristócratas, por supuesto que sí. Una broma que consiste en incluir el mayor número de locuras (zoofilia, incesto, sangre y vísceras, y una barra libre inimaginable de incorrecciones políticas y ofensas a grupos minoritarios) en un tiempo reducido y terminar exactamente así: diciendo esas dos mágicas palabritas, «Los aristócratas». La película filmada a cuatro manos por Paul Provenza y Penn Jillette (del nunca suficientemente ponderado dúo Penn y Teller, que ya tuviera su reivindicable extravaganza fílmica de la mano de Arthur Penn: Penn and Teller get killed [1989]) sigue la historia del mencionado chiste desde sus orígenes en los antros de stand-ups más tirados y polvorientos hasta la actualidad, valiéndose para ello del talento y la poderosa vis cómica de tipos como Andy Dick, Robin Williams o Chris Rock. ¡Si incluyen hasta un segmento de South Park (Trey Parker & Matt Stone, 1997-?, Comedy Central) de lujo hecho para la ocasión! Con todo, lo mejor para quien esto escribe se reduce a apenas cinco minutos: ver al tirillas de Bob Saget de Padres forzosos (Full House, Jeff Franklin, 1987-1995, ABC) soltando una barrabasada tras otra; recuperar al frenético y cuasiparanormal Gilbert Gottfried mentando el 11S para regocijo descontrolado de Rob Schneider y, por encima del todo, el incómodo segmento en que el que Sarah Silverman se saca de la manga una denuncia pública por violación para hacer unas risas… Ouch. Poco más puede decirse para recomendar más encarecidamente esta película, salvo quizá recordar ese melancólico final en el que dos humoristas narran sendos chistes de los aristocráticas a sus bebés, la más hermosa imagen de que la incorrección más medular y desnuda nunca muere, sino que pasa de generación a generación como una tara incontrolable. Desde luego, y tal como reza su publicidad, ésta es la película más obscena que uno puede encontrar sin una gota de sexo ni violencia, lo que debería hacernos reflexionar sobre la propia naturaleza del fenómeno: las formas de provocar, o al menos de incomodar, siguen siendo infinitas para el comediante con ganas de arrojar ácido sobre lo establecido.