Confusión, adolescencia, narración
Si algo queda patente tras el visionado de Paranoid Park es que si hay un cineasta capaz de captar ese estado de constante desorientación y transitoria belleza llamado adolescencia, ese es Gus Van Sant (como en tiempos pudo haberlo sido Nicholas Ray). Sus personajes, convertidos en fantasmales figuras cinéticas, se mueven en flujos de ensoñación, poblados por mitos que emergen de las profundidades del deseo y la fascinación y que se erigen como tales en tan sólo un instante, sin necesidad de tradición, pero de forma absoluta, rotunda, como los grupos de jóvenes que pueblan la pista de skate de Paranoid Park y que Alex contempla fascinado.
Colores en movimiento. Lejos de coartadas temáticas más o menos impactantes (Elephant (2003), Last Days (2005)) o de la asunción de una línea dramática de peso, el inmediato flujo de lo sensorial se impone al tratar de reconstruir las impresiones causadas por un film de Van Sant. Algo que pone en relación su obra, cada vez con más claridad, con la decisiva tradición del New American Cinema de principios de los años sesenta, de las abstracciones narrativas de Stan Brakhage y Gregory Markopoulos a la plasticidad figurativa de Kenneth Anger y Andy Warhol. Pero a estas alturas el director de Drugstore Cowboy (1989) ha demostrado sobradamente su capacidad para trabajar a un lado y a otro de la (todavía) difusa frontera que separa los conceptos de industria e independencia; y lo hace acarreando de un lado a otro figuras y recursos estilísticos habitualmente ajenos a ese territorio. De Paranoid Park a Mi nombre es Harvey Milk (Milk. 2008), el cineasta se ha llevado el trabajo de colisión entre diversos formatos y texturas, y la asunción de una narración no lineal, pero que en lugar de estar destinada a crear suspense, se dirige, en cierto modo, a coartar las expectativas del espectador (desde el primer momento sabemos que Harvey Milk va a morir, o que Alex ha cometido un crimen). Por otra parte, de la industria ha aprendido a no renunciar totalmente a la utilización de un condicionante argumental de peso, un elemento decisivo y unificador, aunque finalmente quede diluido en el fondo de lo visionado: la presencia de la muerte violenta en Elephant, Last Days o Gerry (2002), que se hace extensible, también, aunque con distintos matices, a los dos filmes más recientes.
En esta ocasión nos encontramos con un argumento propio del cine negro. Un estúpido accidente acaba causando la muerte de un vigilante nocturno. Una investigación policial tratará de esclarecer lo ocurrido, mientras que, en paralelo, Alex, el protagonista de los hechos dejará constancia de lo sucedido anotando sus impresiones en un cuaderno (como el Fred McMurray de Perdición (Double indemnity. Billy Wilder 1944), lo hacía en un moderno dictáfono). Pero el puzzle formado por Van Sant a partir de la novela de Blake Nelson, no tiene el objetivo de, una vez reunidas todas sus piezas, conformar una imagen clara, reveladora de lo sucedido (los habituales: qué, quién, cómo, por qué…). Lo decisivo no es desvelar si Alex es culpable o no de la muerte del vigilante o qué hará para solucionarlo, sino si el joven logrará organizar los jirones de su propia existencia, y dejando atrás la adolescencia adentrarse en ese mundo que —como le confiesa a su amiga Macy en un momento de la película—, cree percibir ahí fuera, más allá de las figuras borrosas que conforman el instituto, el skate, o las relaciones con las chicas y los adultos. Ahí es donde Fred McMurray tiende su mano al enigmático Giorgio Albertazzi de El Año Pasado en Marienbad (L’année dernière è Marienbad. Alain Resnais, 1961).
Podríamos hablar entonces (otra vez) de la muerte del cine y de la imposibilidad de narrar. Pero no podemos obviar —aún contando con la desinteresada colaboración de los programadores españoles—, la posterior aparición de Mi nombre es Harvey Milk. Podríamos rasgarnos las vestiduras, o incluso cerrar los ojos y pretender que Paranoid Park es un punto de llegada, una conclusión (como pudo parecerlo, en su momento, Gerry), pero nos estaríamos engañando. Quizá éste no sea nada más (ni nada menos) que otro de esos fascinantes puertos, bellos y lejanos, en algún remoto punto del vasto océano cinematográfico, como otros tantos que nos señalaron en su momento —qué otra cosa, pueden ser si no El año pasado en Marienbad, Masculin Feminin (Jean-Luc Godard, 1966), Persona (Ingmar Bergman, 1966), Wavelength (Michael Snow, 1967), Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-lane Backtop. Monte Hellman, 1971), En el curso del tiempo (Im lauf der zeit. Wim Wenders, 1976), L’Intrus (Claire Denis, 2004) o Inland Empire (David Lynch, 2006), por citar tan sólo algunas de las muchas escalas posibles—. ¿Cómo podríamos volver entonces, sino es por la narración (ya sea su cuestionamiento, negación o rotunda afirmación), a Rohmer y Oliveira, a Fincher y Desplechin? Quizá deberíamos conformarnos con afirmar, regresando al Godard de Une femme est une femme, que un film es sólo un film. Y que éste Paranoid Park de Gus Van Sant es uno realmente bello.