Cuando el remake es el original
La segunda colaboración entre el realizador Tony Scott y el guionista Brian Helgeland está planteada como la primera, El fuego de la venganza (Man on fire. 2004), en términos de remake. Aunque, con más propiedad, quizás convendría hablar de revisionismo a partir de un mismo origen literario, obra de John Godey en el caso de Pelham 123 y de A.J. Quinnell en el de El fuego de la venganza. Algo que Helgeland también practicó en su malograda ópera prima como director, Payback (íd. 1999), adaptación de una novela de Donald Westlake que ya había generado A quemarropa (Point Blank. John Boorman, 1967). El guionista ha trabajado además con textos hardboiled de James Ellroy, Dennis Lehane y Michael Connelly, mientras que hasta diez títulos de Scott podrían ser etiquetados sin problemas como thrillers.
Pero los dos encuentros entre presuntos renovadores genéricos —la reincidencia fruto del éxito comercial en ciertos registros no implica de por sí su dominio ni su vivificación— estarán lejos de dejar huella. El fuego de la venganza resulta, en cualquier caso, preferible a Asalto al tren Pelham 123, aunque solo sea porque Scott le ganó en aquella ocasión la partida a Helgeland: un libreto pueril a fuerza de maniqueo, xenófobo y folletinesco era formalizado con una agresiva «plusvalía, un excedente de representación y de extrañeza frente al mundo» que desvelaba una interesante «actitud del espíritu»,[1] romántica y desinhibida, explicitada por Scott con más acierto en su mejor película hasta la fecha, Déjà Vu (íd. 2006).
El británico prefiguró en los films citados, a los que cabría sumar Domino (íd. 2005), «experiencias cinematográficas que suponen nuevas rutas para el thriller, sin complejos ni demasiada fe en sus clásicos ni en sus epígonos».[2] Por fortuna, añadiríamos nosotros, sin demasiada fe tampoco en los guiones, que no son desde luego el fuerte de nuestra contemporaneidad cinematográfica.
Y si Asalto al tren Pelham 123 constituye un paso atrás es, precisamente, porque Scott achanta sus imágenes a la medida de los alicortos planteamientos de Helgeland. La estricta codificación narrativa del film original realizado en 1974 por Joseph Sargent —los nombres en clave de los secuestradores del convoy subterráneo, el laconismo de los diálogos, un estornudo, el depuradísimo montaje— lo decía todo sobre una época convulsa en la que los significantes empezaban a desligarse irrevocablemente de sus tradicionales significados morales y formales. En 2009, todo ello da paso a un debate literal, histriónico, de confusas implicaciones morales y alegóricas, entre dos protagonistas (Ryder, el jefe de los criminales; Walter Garber, el controlador de tráfico suburbano) a cada cual más ininteligible, más preso de la oronda satisfacción que exuda su intérprete, John Travolta o Denzel Washington.
No es la primera vez que Tony Scott estructura sus ficciones en base a duelos dialécticos entre personajes antagónicos y a la postre complementarios —los ejemplos más evidentes: Marea roja (Crimson tide. 1995) y Spy Game (íd. 2001)—. Pero nunca había plasmado una confrontación de ese tipo de acuerdo con significantes tan rutinarios, en sintonía con la nula convicción que desprenden las palabras y los actos de Ryder y Garber, vacíos de significados consistentes. Y cuando la historia abandona los túneles del metro por aquello de orear la acción, las imágenes convulsas de motos a toda velocidad, coches dando vueltas de campana y helicópteros sobrevolando el skyline neoyorquino semejan en su adocenamiento estilístico una parodia de los rasgos que la pereza interpretativa suele asociar con Scott,[3] y contrastan de tal modo con las que enfrentan a Travolta y Washington que hacen pensar en aquellos films noir producidos por Warner Brothers en los treinta y los cuarenta del pasado siglo, cuyas secuencias de persecuciones eran toscos insertos de archivo o rodados por algún empleado invisible del estudio.
De hecho, dada la condición de bosque petrificado que respira la cinta de Scott y Helgeland por los cuatro costados, no cuesta mucho fantasear con que su Pelham 123 fuese la original, trasnochada e inoperante en nuestros tiempos, y la de Sargent pudiese ser el remake, vigente aún durante casi todo su metraje.
[1] SAFRANSKI, Rüdiger. «Romanticismo, una odisea del espíritu alemán». Editorial Tusquets, 2009. Página 284.
[2] ORTEGA, Manuel. «El thriller del siglo XXII por un director del siglo XXIII: Tony Scott». L’Atalante, revista de estudios cinematográficos. Número 8, julio de 2009. Página 48.
[3] Sintomáticamente, por primera vez en la carrera de Scott, en Asalto al tren Pelham 123 figura acreditado un director de segunda unidad: Alexander Witt, que ha ejercido la misma función en seis películas del hermano de Tony, Ridley, y que debutó como realizador en 2004 con la olvidable Resident Evil: Apocalypse.