Hay muchas películas, como cualquier otra parcela en la que se desarrollen expresiones artísticas, a las que el paso del tiempo ha perjudicado de forma inevitable, a otras el mismo paso del tiempo les ha ubicado en su justo lugar —aunque en ello haya un poco de altanería por nuestra parte; ¿quién nos dice que los gustos de generaciones posteriores no puedan pensar lo contrario que nosotros?—. Sin embargo, hay un tercer grupo que supone una mezcla de ambas vertientes, y en el que conviven elementos que en su momento propiciaron su éxito puntual, que hoy día han quedado totalmente trasnochados, con otros quizá en su día no tan apreciados, y que el paso de los años ha demostrado su relativa perdurabilidad. Este último es, para mí, el ejemplo que propone Cena a las ocho, una de las primeras realizaciones de George Cukor para la Metro Goldwyn Mayer, un estudio que frecuentaría en ocasiones posteriores, dentro del sorprendente peregrinaje de Cukor por la practica totalidad de majors hollywoodienses. Y he de decir que la contemplación de esta película ha supuesto para mi una cierta sorpresa, en la medida que esperaba encontrarme con un producto polvoriento y caduco. Mi escaso aprecio por las tan mitificada siglas M.G.M. de aquellos años treinta —que pensaba iban a ocultar el ya incipiente talento cinematográfico del cineasta norteamericano—, no supusieron afortunadamente un especial inconveniente a la hora de que —pese a lo evidente de sus estereotipos—, Cena… sobrelleve con bastante dignidad el paso de más de setenta años, y se mantenga al mismo —o quizá algo superior- nivel medio que alcanzaba el cine de Cukor en aquellos años de aprendizaje en la profesión —creo que no será hasta finales de esta década cuando afiance en su personalidad—.
En esta ocasión, nos encontramos con un producto con el que la Metro pretendió reeditar el éxito comercial logrado con Gran Hotel (Grand Hotel, 1932. Edmund Goulding) —claro ejemplo del primero de los enunciados antes señalados, e incomprensible Oscar a la mejor película de aquella ocasión—, planteando un proyecto que reuniera un reparto coral formado con grandes estrellas de la pantalla y la escena newyorkina, al amparo de algún éxito teatral de renombrado éxito —una cantera de títulos recordables y otras más bien caducos—. En este ejemplo concreto, se utilizó la obra de uno de los comediógrafos de más éxito de aquellos años —George S. Kaufman—, escrita con la pesada Edna Ferber. Ambos dieron vida el sustento dramático de esta película, típica obra para público urbano y conservador, que quizá vieron en el libreto una ocasión para acceder a la intimidad de personajes marcados por lo efímero de sus fortunas, infidelidades conyugales, asistiendo el espectador teatral como testigo privilegiado de un mundo que quisiera alcanzar y vivir de alguna manera.
Ni que decir tiene que este planteamiento deviene en nuestros días como una pura arqueología teatral y también cinematográfica, en la medida que la adaptación en la pantalla de la misma conserva las características del referente teatral —y en el que hay que resaltar la presencia de Herman J, Mankiewicz—. Pero lo cierto es que en el film de Cukor, como no podía ser menos, viniendo de alguien para el cual la personalidad teatral era uno de los rasgos consustanciales a su cine, es innegable señalar que Dinner… respeta esa estructura teatral. En cierto modo, parece que asistamos a una sucesión de diferentes escenas teatrales, más adelante inclinadas a un tratamiento puramente cinematográfico a partir de la ocasional intensidad que George Cukor pone en práctica con el juego de actores. Es ahí donde, tantos años después, hay que considerar la relativa valía del conjunto.
Pero creo que será oportuno recordar la génesis de la historia. Millicent Jordan (Billie Burke) es la esposa de Oliver (Lionel Barrymore), y decide convocar una cena por la llegada de unos aristócratas británicos. Por su parte, su marido comienza a darse cuenta que se están arruinando en su empresa naviera —se viven momentos posteriores al crack de 1929—, mientras tanto la hija de ambos —que se encuentra a punto de casarse con un joven— se enamora de una decadente estrella cinematográfica —Larry Renault (John Barrymore)— de mucha mayor edad que ella. Junto a estos, se darán cita otros personajes, de diferentes características, completando el conjunto de invitados para dicha cena, en la que los tintes de tragedia llegarán a asomarse precisamente por los personajes que encarnan los dos hermanos Barrymore en el film. No deja de resultar curioso señalar esta circunstancia, ya que sus personajes se erigen con propiedad como los más interesantes, logrados y profundos. Es algo que Cukor supo entender muy bien, y por ello las secuencias en las que ellos intervienen revelen una notable autenticidad.
Autenticidad en el microcosmos que protagoniza Larry Renault, y que permite a John Barrymore una sangrante autoparodia de su verdadera situación en la profesión —era alcohólico, sus rasgos interpretativos estaban ya caducos—. Este se encuentra en un hotel, en donde coquetea con la hija de Oliver, pero en el fondo sabe que para él solo haría una salida digna si encontrara roles teatrales de sus características. El alcohol, las deudas en la entidad hotelera en creciente ascenso, son facetas difíciles de sobrellevar, teniendo un débil punto de inflexión con la llegada de un promotor teatral que le ofrece un papel secundario que Renault rechaza airado, totalmente borracho. Resulta sorprendente, por un lado, comprobar la capacidad autocrítica de esta extraño intérprete —que ya había ensayado en la que quizá sea la interpretación más perdurable de su carrera; La comedia de la vida (Twentieth Century, 1934. Howard Hawks), y que posteriormente reiteraría en una poco conocida comedia firmada por Walter Lang; The Great Profile (1940)—, mientras que quizá sea en esta película donde más podamos apreciar la extraña personalidad del ya veterano intérprete, en la que en ocasiones en un mismo plano se daba de la mano el actor brillante y la apariencia caduca. No solo en este sentido la manera con que Cukor filma la evolución de su personaje es brillante —es justamente célebre la manera con la que se muestra su suicidio con el gas de la falsa chimenea de la habitación del hotel donde se hospeda—, sino que logra precisamente con la encarnación de un intérprete decadente el que supone quizá el retrato más sincero de todos cuantos personajes forman parte de esta película.
Y es su hermano Lionel quien compone el otro personaje perdurable en esta película, matizando el retrato de un veterano hombre de negocios, bonachón y condescendiente que compraba, de la noche a la mañana, como su seguridad en el trabajo que ha desarrollado toda su vida y le ha proporcionado una enorme fortuna, se desploma casi de la noche a la mañana —el eco cercano del ya mencionado crack de 1929 está muy presente en el film—, a lo que hay que unir la incomprensión de una esposa totalmente abstraída por el desempeño de su clase social. Todo ello llevará a Jordan a sufrir una trombosis que supondrá la señal irremisible de la cercanía del fin de su existencia —en este sentido el encuentro que mantiene con el doctor, una vez más, dominado por la sinceridad y dominio de la duración del plano que hace gala Cukor, reviste un notable grado de expresividad y sentimiento compartido—. Y a ello es indudable que cabe destacar la sobria y matizada labor que el intérprete de Muñecos infernales (The Devil-Doll, 1936. Tod Browning), logra imponer al relato —da miedo pensar los excesos que, con este mismo personaje, podría haber acometido un Spencer Tracy—, de la que se benefician los momentos más intimistas del film.
Por que lo cierto, es que el resto de arquetipos presentes en esa cena que finalmente abandona el encuadre al concluir la película, no logran trascender el mero estereotipo más o menos estridente. Desde el negociantes sin escrúpulos ni educación, su mujer —de dudosa personalidad., la veterana actriz —que finalmente, y en un detalle ingenioso, se sorprende que el personaje que interpreta Jean Harlow sea capaz de leer un libro—…. Indudablemente un rosario de estereotípicos roles, que logran alcanzar una cierta enjundia, sobre todo por la pericia de Cukor en establecer conversaciones a dos, y en potenciar determinadas secuencias, más trabajadas que el caduco material de base con que disponía. Esa ocasional intensidad en la narración, en la intensidad de los planos que muestran conversaciones y situaciones límite, no solo revelan el talento de Cukor sino que, indudablemente, son los que permiten que Cena a las ocho conserve, tantos años después, un cierto grado de interés.