Si hubiese un solo cineasta capaz de ejemplificar por sí mismo el estilo patentado por Hollywood entre las décadas de los treinta y de los cuarenta —eso que damos en llamar clasicismo— ese sería, muy probablemente, William Wyler. Quizá precisamente por ello, su figura sea tan poco dada al recuerdo o la reivindicación. Nadie negará sus dotes, pero es difícil que su nombre provoque encendidas filiaciones (que recuerde, tan sólo John Huston declaró haber aprendido todo lo que sabía de él. Pero el propio Huston ha sido atacado en numerosas ocasiones por ser más un enérgico guionista que un director dotado de estilo propio). Más allá de estas consideraciones, es indudable que la figura de Wyler, es una de las piezas claves en la conformación de cierta manera de entender el cine. Los valores de producción esgrimidos por sus películas, ejemplifican los intereses del Hollywood de entreguerras empecinado en constituir una gran maquinaria industrial de memorables y efectivos resultados. En sus películas se suceden las adaptaciones teatrales y literarias de qualité (aquí, el nobel Sinclair Lewis), con predilección por el melodrama de tintes sociales y los repartos poderosos (baste recordar sus colaboraciones con Bette Davis), a lo que se suman las bazas fundamentales de su estilo: la precisión y la invisibilidad de la puesta en escena que no renuncia en ningún momento a un concienzudo trabajo de composición y narración visual.
De entre todas las elecciones posibles (la década de los treinta está plagada de filmes mayores en su carrera), Desengaño —un film de esos que llamamos menor y con los que resulta fácil encariñarse— es una de las que atesoran más peculiaridades. Estamos ante un melodrama en torno a las relaciones afectivas y las aspiraciones sociales, en el que la elección de la pareja protagonista, formada por Walter Huston y Ruth Chatterton, abre paso abiertamente a reflexiones sobre la madurez sentimental y la dificultad de aceptar el paso del tiempo en carne propia.
Samuel Dodsworth es el típico producto del sueño americano; un self-made-man de algún estado del medio oeste que, tras dos décadas al mando de su particular emporio en el sector del automóvil, se ve forzado al retiro. La presentación que Wyler dedica a su personaje, no podría ser más explícita: De espaldas a cámara, en la penumbra de su despacho, Sam Dodsworth contempla el fastuoso decorado que forma la fachada de su empresa, con las letras de su apellido formando una gran perspectiva. A continuación, nuevamente de espaldas, despidiéndose de sus trabajadores en un sufrido, respetuoso, travelling. Por último, ya desde el interior del coche, por fin frente a la cámara, alejándose definitivamente (dándole la espalda) a lo que fuera su vida durante veinte años.
Será entonces cuando, a petición de Fran, su esposa, el matrimonio Dodsworth emprenda un terapéutico viaje de larga duración a Europa, con el pretexto de disfrutar del tiempo en pareja. El nuevo mundo (el del sueño americano, de los espíritus prácticos y sinceros) vuelve sus ojos hacia la viejo continente. Una Europa idealizada, que para su mujer se erige como una promesa de eterna juventud y liberación sexual tras años de represión y aburrimiento en la pequeña población de Zenith. Será entonces cuando las fricciones entre la pareja, ocultas durante dos décadas de matrimonio, se hagan presentes. Fran, ansiosa de escapar de su imagen de eterna esposa, madre y ama de casa servicial, no tardará en dejarse cortejar por el primer joven apuesto que se le acerque a bordo del Queen Mary. David Niven será el primero. Después vendrá Paris, por supuesto. Allí, nuevas relaciones, aristócratas y damas elegantes que fascinan a Fran; un lugar plagado de museos y pedazos de historia viviente para Sam. El placer físico y el intelectual; la apariencia y la esencia oponiéndose una vez más. El distanciamiento se hace evidente. Sucesivos triángulos se formarán entre el matrimonio americano y los pretendientes de Fran. Ejemplar en el manejo de la cuadro, Wyler destacará la triangularidad de las relaciones que Fran mantiene con un aristócrata francés (Paul Lukas), mediante sucesivas composiciones triangulares.
Pero finalmente, la baza que conduce la película al terreno de lo memorable, es que, alejado de maniqueísmos, las actitudes de sus personajes responden siempre a un enfoque maduro y comprensivo en torno a las relaciones de pareja, abordando las situaciones frontalmente y poniendo en cuarentena las ansias de moralidad de las que hará gala el cine llegado de la dorada California en los años venideros (el Código Hays todavía no se intuía en el horizonte).