El nacimiento de una estrella
El título de este artículo señala la razón principal de incluir El bosque petrificado en este dossier y en los libros de historia cinematográfica: supone la entrada definitiva de Humphrey Bogart en la cima del sistema de estudios hollywoodiense. A partir del papel de Duke Mantee su ascenso será fulgurante, y se desarrollará uno de los iconos popularmente más reconocibles de este singular Arte.
La dirigió Archie L. Mayo, de quien se puede decir que rodó una película con los Hermanos Marx, o que mostró a Gary Cooper como un anodino Marco Polo, poco más. Pero en unos años en que la Nouvelle Vague estaba aún muy lejos de cambiar el modo de ver, hacer y pensar cine, y que las películas —salvo muy numerosas excepciones— eran de estudio, de productor, y a los directores les bastaba con tener eso tan difícil de conseguir que se llama oficio, se agradece que Mayo se limitara a emplazar la cámara ahí donde menos estorbara y ceder el protagonismo al rostro de unos magníficos actores y a un texto irregular, pero por momentos atractivo. Lo que hace que encontremos en esta película razones más que suficientes, a parte del susodicho Bogart, para verla y disfrutarla.
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El guión lo adaptó Charles Kenyon junto con el futuro director Delmer Daves, de un éxito de Broadway firmado por Robert L. Sherwood. Uno de los aciertos del guión será no ocultar el origen teatral de la obra. Un único escenario, el Bar-B-Q, donde se reunirá una pequeña representación de la sociedad americana de mediados de los años 30, que se convertirá en un espacio claustrofóbico en la segunda parte del film, con la irrupción del gangster Duke Mantee. He aquí los dos puntos interesantes de esta película, las dos visiones desde las que afrontar su estudio: la crítica social, que permite un acercamiento histórico a la mentalidad norteamericana tras los años de Depresión; y el propiamente cinematográfico, la génesis de una serie de temas, arquetipos y personajes que en los años 40 eclosionará en uno de los géneros más ambiguos y fascinantes del cine norteamericano, el Negro.
La película se abre al estilo Ford, un plano general de un espacio natural desértico, que incluso se asemeja al Monument Valley, lo único que lo atraviesa un coche en vez de una diligencia. Vegetación, paisaje, polvo y soledad remiten al western, a los antiguos pioneros, encarnados en el personaje del abuelo, que como él mismo cuenta fue disparado por Billy el Niño. Su hijo, el dueño del Bar, que participó en la Gran Guerra, es clara muestra —muy ridiculizada— de ese patriotismo visceral que se había gestado en Estados Unidos a principios de siglo y que imposibilitaba cualquier tipo de crítica hacia el país o el gobierno, tildando de antipatriota a quien se atreviera a formularla, subrayando ya en los años 30 el síntoma de un mal que devendrá en paranoia con la Caza de Brujas dos décadas más tarde. Paranoia que será el magma que sustentará buena parte de la filmografía negra. La tercera generación está representada por la hija de este ex—soldado y la interpreta Betty Davis, a quien extraña ver en el papel de un personaje inocente y soñador. Sueños de vida, de ilusión, de conocimiento a través del viaje y la creación que, como la mayoría de los americanos de la época que llenaban los estrenos de Capra, permanecen resignados a la lectura y la imaginación —o el cine— mientras su realidad les dictaba una existencia bien distinta. Hasta aquí han llegado los pioneros y sus aires de grandeza y felicidad, ese bien tan preciado que la Carta de Independencia de los padres fundadores dejaba bien claro que todos los americanos tenían el derecho de poseer. Por eso el paralelismo con el western no es baladí, como tampoco lo es que el mismo año 1936 se estrenara Buffalo Bill, apología de los gloriosos años de conquista en la que Cecil B. DeMille da más importancia a la leyenda que a la Historia. De mayores virtudes cinematográficas que la película de Archie Mayo, Buffalo Bill es la puesta en escena de una mitología y la propagación de unos valores que la que ya apuntaba ser la primera potencia mundial deseaba importar al resto del orbe. Es la autocomplacencia hecha imágenes, la prepotencia de una nación incapaz de saber lo que realmente era pero que mostraba de manera genial lo que quería llegar a ser y cómo quería mostrar lo no había sido, aunque la mayoría se lo llegó a creer.
El bosque petrificado, contrariamente a estas películas de ideología nacionalista bien marcada, grandes presupuestos y estrellas consagradas, se enmarcaría dentro de un tipo de cine de denuncia social que los propósitos regeneracionistas y frustraciones del New Deal trajeron consigo. Son ficciones con un punto de vista más apegado a la realidad y a la vida cotidiana de los ciudadanos que retrataban de manera poco complaciente todo el sistema político, social y policial de una sociedad que en realidad presentaba claros síntomas de descomposición, siendo Furia (Fury, 1936) y Sólo se vive una vez (You Only Live Once, 1937), ambas dirigidas por Fritz Lang, los ejemplos más paradigmáticos.
Pero no nos llevemos a engaños, mientras la genialidad y lucidez de Lang nos sumerge en la poética pesadilla de un ex-convicto (Sólo se vive una vez) abocado a delinquir por la falta de oportunidades clausurada con un final descorazonador, El bosque petrificado se cierra con una moralina conservadora en la que el sacrificio de la vieja y desencantada Europa (Lesley Howard) permitirá la erupción de un nuevo orden lleno de fuerza, vigor y nuevas ilusiones. Esa tercera generación que representa Betty Davis, es decir, los jóvenes de América. Qué fue de ese entusiasmo se sabrá una década más tarde.