La vía láctea

Harold Lloyd y la voz del actor mudo

¿Cómo dejar atrás una tradición de comicidad que ha funcionado en su objetivo de partir de risa a miles de espectadores? ¿Cómo saltar al vacío en busca de un nuevo lenguaje humorístico en el cine? La vía láctea no es uno de los trabajos más logrados ni de Leo McCarey ni de Harold Lloyd pero es el fruto de la búsqueda de dos estrellas de Hollywood por adaptarse a los cambios.

La filmografía de Leo McCarey tiene el especial interés de marcar una línea que nos lleva del humor en el mundo silente al humor en el mundo sonoro. McCarey fue un cineasta criado bajo el mandato del gag del gran promotor de la comedia muda Hal Roach. Su crecimiento le llevó a involucrarse de manera muy decisiva en el éxito de las películas de Laurel y Hardy, dominando el lenguaje del slapstick.

Lo que para muchos en su terreno fue una hecatombe, para él fue una nueva oportunidad. McCarey no sufrió demasiado los rigores de la transición al sonoro, a pesar de que sus primeras talkies fueran poco menos que aceptables. El director supo anticipar el formato screwball, quizás gracias a la influencia de los hermanos Marx, pioneros a la hora de mantener la irreverencia y el disparate en el entorno hablado.

Así, McCarey puede ser considerado un puente entre el slapstick y el screwball. En esta tesitura histórica, y aunque La vía láctea es en mi opinión netamente inferior a las películas que McCarey hizo en el segundo lustro de los años 30, me parece de interés abordarla por la presencia de Lloyd.

A pesar de que Harold Lloyd suele estar presente en el recuerdo en nuestros días por su famosa escalada y su cuelgue en el reloj de El hombre mosca (Safety Last!. Fred C. Newmeyer y Sam Taylor, 1923), no debemos subestimar su trascendencia como actor de referencia de una época, asociada también a la influencia de Hal Roach.

Con La vía láctea, uno de sus títulos más importantes en el sonoro, nos muestra que su carisma y sus tablas no eran exclusivos del cine mudo, y sin embargo nos deja también con la miel en los labios porque sabemos que todos estos logros en su adaptación al sonoro jamás fructificaron lo suficiente en lo económico como para mantener su carrera, que sucumbiría poco después.

La vía láctea es una farsa, una historia que ridiculiza las cosas serias. Cabe recordar que no había nada más importante para el ciudadano americano de la Depresión que los combates, y McCarey lo sabía perfectamente porque él mismo había sido boxeador amateur.

El director lo aborda desde un punto de vista ingenuo, algo a la medida de su actor estrella. Un lechero de poca monta se convierte en celebridad de la noche a la mañana por, supuestamente, haber conseguido noquear a todo un campeón de boxeo en una pelea callejera.

McCarey mezcla el equívoco con una tierna motivación dramática para articular un discurso cómico clásico, al que sin embargo le falta la mordacidad de Sopa de ganso (Duck Soup. Leo McCarey, 1933), la relevancia social y moral de Nobleza obliga (Ruggles of Red Gap. Leo McCarey, 1935), o la elegancia y la guerra de sexos de La pícara puritana (The Awful Truth. Leo McCarey, 1937).

Quizás porque, más allá de ser un buen vehículo de lucimiento para Lloyd, no llega a las cotas de humor esperadas y ni siquiera resuelve a exhibir punch alguno en las escenas de boxeo, que se muestran desdibujadas y palidecen en comparación a la perfección formal e hilarante de Luces de la ciudad (City Lights. Charles Chaplin, 1931).

Sin embargo, el film alcanza sus mayores logros cuando el lechero se prepara de manera ilusa para pelear o cuando muestra su confianza y seguridad en el arte del esquivo. Es esa capacidad de Lloyd para hacer un personaje cómico con aristas diversas la que nos despierta de una trama convencional, y la que envuelve de espíritu a una, a priori, atractiva premisa argumental.

Lloyd disfruta del papel y consigue reconciliarse con su pasado mudo en alguna brillante ocasión, como la escena en la que debe ocultar una yegua en un taxi. La yegua se convierte, por cierto, en el peculiar mecanismo dramático que hace mover al protagonista en un guión que, más allá de carecer del primor deseable tanto en las líneas de diálogo como en el gag, se sustenta con el oficio de un artesano de la risa como McCarey.