Remordimiento

El toque sombrío de Lubitsch

A principios de los años treinta Ernst Lubitsch goza de un considerable prestigio y reconocimiento popular dentro de la industria de Hollywood. Tras su triunfal etapa en el cine alemán, lleva ya unos cuantos años perfectamente integrado en el cine americano, primero con una serie de comedias de costumbres de considerable éxito y, en los albores del sonoro, con las operetas al servicio de Maurice Chevalier y Jeannette MacDonald. En esta situación, ¿qué llevó a Ernst Lubitsch a dirigir en 1932 un sombrío melodrama acerca de un hombre atormentado por la culpa desde que finalizando la Gran Guerra matara a un soldado alemán, hasta el punto de ir al pueblo donde viven sus padres y su prometida buscando un perdón casi imposible? Basada en una obra de Maurice Rostand —L`homme que j`ai tué, de la que la película extraía su título inicial The Man I Killed—, Remordimiento es la única película dramática del director alemán durante el periodo sonoro de su carrera. Es cierto que durante el periodo silente abundan los melodramas en su carrera y parece verosímil entender que es el fracaso económico de Remordimiento el que provocó que el resto de su obra se adscribiera al género de la comedia —si bien estando presentes en la mayoría de sus filmes posteriores numerosos elementos dramáticos—, películas que en definitiva son las que han asentado un prestigio que llega hasta la actualidad.

Pero más allá de su carácter excepcional en el interior de la obra de Lubitsch, Remordimiento sorprende por su carácter sumamente sombrío, por la virulencia de su carácter antibelicista y por sus abundantes audacias —audacia y valentía de planteamientos cuya sorpresa se mitiga, aunque sea en parte, cuando se tiene en cuenta el año de producción: si bien el código Hays fue aceptado en 1930, no es hasta 1934 cuando realmente se ratifica y se hace oficial, realizándose en los años inmediatamente anteriores a esta fecha muchas de las películas más audaces y creativas de toda la historia del cine americano, combinándose como causas principales unas cuotas de libertad que pronto se perderán junto al estímulo de empezar a explorar las posibilidades del recientemente descubierto cine hablado—.

Las primeras imágenes de la cinta son buena muestra de todo ello, imágenes montadas por Lubitsch bajo el signo del contraste. Nos encontramos en noviembre de 1919, en la celebración del primer aniversario del Armisticio, pero en estos primeros minutos de la cinta la alegría reinante es continuamente emborronada por las huellas, aún visibles, de la reciente conflagración: en determinado momento el desfile es visto a través de la pierna amputada de un hombre, en un plano justamente celebrado y que no deja de anticipar el singular punto de vista sobre la guerra —aunque sea desplegado en época de paz, o precisamente por eso— que adopta Remordimiento durante todo su metraje; las campanas se alternan confusamente con los cañonazos; el silencio requerido en los hospitales donde aún convalecen los heridos de guerra es alterado continuamente por los ruidos de los festejos, hasta el punto que uno de los heridos hospitalizado grita trastornado por los cañonazos. Y no anda del todo desencaminado: la película demostrará a continuación, en efecto, que la guerra aún no ha terminado en muchos sentidos. Estas primeras imágenes llevan a revelar, en definitiva, el profundo dolor que se esconde debajo de la paz aparente que sigue a una guerra, las muertes y sufrimientos que hay bajo tanta algarabía aparente, las penas que se ocultan tras la alegría, tema éste profundamente lubitschiano. Pero si en la mayoría de sus obras —y en todas las que componen su etapa sonora americana— esta ecuación se decanta hacia lo cómico aquí lo hará hacia lo trágico, hacia lo sombrío, hasta el punto que no es fácil encontrar en el cine americano películas que lo sean tanto como ésta.

La siguiente escena despliega la misma acidez y escepticismo y es la que introduce el conflicto en que va a centrarse a continuación todo el relato. En una iglesia se celebra una misa, como parte de estos actos de conmemoración, y tras mostrarla repleta de militares, un plano cenital muestra, tras haber aquéllos abandonado el templo, a un hombre solo, con la cabeza entre las manos —primera imagen del protagonista que sintetiza maravillosamente lo que lo va a caracterizar durante el resto de la trama, un hombre solitario profundamente atormentado—. El hombre, cuyo nombre como luego sabremos es Paul Renard, desea confesar su pecado, haber matado a un soldado alemán, pero sólo encuentra la incomprensión del párroco, una respuesta oficial —él no es culpable, sólo cumplió con su deber— que no mitiga en absoluto sus penas: «Vine aquí a buscar la paz y usted no me la ha dado» le dice con total franqueza. Hasta ahora, pues, la película ha exhibido un infrecuente nihilismo que afecta a dos instituciones tan respetadas como el Ejército y la Religión, y que enfrentan sin paliativos la moral individual con la inmoralidad colectiva

Es preciso señalar que en esta secuencia comparecen dos iconos religiosos cuyo sentido último comprendamos posteriormente: un Cristo en la cruz en el altar de la iglesia, mostrado en un significativo travelling de acercamiento, y una pintura representando la Pietà. Si la primera imagen remite, indudablemente, al propio Renard, la segunda la identificará él mismo con el soldado que mató, sin saber aún que acabará siendo asimismo una imagen de su destino, del papel que él mismo se verá obligado a jugar ocupando el lugar del hombre que mató, lo que no deja de ser revelador: el trayecto de Renard, en efecto, es el de un vía crucis, en el que debe redimir no sólo su acción individual, el asesinato, según él mismo lo define, que cometió, sino expiar —involuntaria y simbólicamente, claro; también inútilmente— los pecados colectivos representados por la propia guerra; pero al final su transferencia habrá concluido, deberá sustituir al hombre muerto, principalmente ante sus padres, en lo que no deja de ser otro terrible martirio. Son estos apuntes los que vinculan el camino de Renard en la película con el de Cristo —posteriormente, ya instalado Renard en el pueblo del soldado, la antigua novia de éste, Elsa, llegará a decirle que «es como si Dios le hubiera enviado»—, y los que enriquecen, con sutileza, sin subrayados, las sugerencias de la película.

Este tema del reemplazo, variante más realista de la figura del Doppelgänger, tan alemana, resulta pues fundamental en la película. Cuando Renard llega al pueblo del soldado alemán, cuyo nombre es Walter Holderling, lugar donde viven sus padres y su prometida, poco a poco irá descubriendo que está fatalmente destinado a suplirle, a llenar el hueco que dejó —para que no quepa duda, son varios los aspectos que los identifican, empezando porque ambos tocan el violín—. Si Renard va allí a expiar su culpa, a restituir de algún modo el asesinato de ese hombre, lo más parecido a ello es convertirse en él, lo que naturalmente también importa su propia desaparición. La primera escena que transcurre en el pueblo muestra, de hecho, un reemplazo fallido: un impertinente vecino del pueblo, Walter Schultz —que no casualmente, pues, tiene el mismo nombre que el soldado muerto—, enamorado de Elsa, acude a casa del padre de aquél para ofrecerse, una vez muerto su hijo, como el mejor candidato para sustituirle y casarse con Elsa, ante lo que es inmediatamente rechazado tanto por ésta como por el Sr. Holderling. Y es que ese papel a nadie corresponde sino a Renard. Ése es su destino, tema también, como es sabido, por el que la cultura germánica siente especial querencia.

Y es que en el momento en que mató a Walter, Paul Renard sella su suerte. Durante el flashback en que rememora, al principio de la película, este trascendental momento, Walter está escribiendo una carta que la muerte le impide terminar; será Renard el que termine la rúbrica, asumiendo pues desde el principio su nombre, su identidad. Este flashback concluye con un encadenado de los ojos abiertos y sin vida de Walter y la mirada alucinada de Renard. Éste tendrá, de alguna forma, que asumir la mirada de un hombre muerto, lo que en buena medida explica el tono sumamente sombrío, casi fantasmagórico, que tiene la película [1].

Pero Renard también debe tomar el puesto de Walter ante la mirada de los demás. Si bien la intención que lleva a aquél al pueblo de Walter es decirles la verdad a sus padres y obtener su perdón, cuando se encuentra con ellos, que creen que se trata de un amigo suyo, y para satisfacer sus deseos de obtener información acerca de su hijo, sucumbe a la tentación de asumir esa impostura, en lo que constituye un primer gesto del continuo simulacro que marcará, previsiblemente, el resto de su vida. El designio de Renard, pues, no deja de ser el de permanecer encadenado a una perpetua representación, tema también caro a Lubitsch —recuérdese, por ejemplo, Ser o no ser (To be or not to be. 1942)—, como bien muestra la escena en que Renard y Elsa son observados sucesivamente por los vecinos desde los balcones en su paseo por las calles de la ciudad, recién iniciada su relación. Cuando Renard, hastiado de esta impostura, acude a casa de los Holderling para despedirse, se encuentra con la vehemente oposición de Elsa, que le espeta que no va a permitir que los padres de Walter pierdan «un segundo hijo», llevando finalmente a la claudicación de Renard —claudicación también sutilmente anticipada en el que es uno de los mejores momentos de la película, y de los más emocionantes, aquél en que en su primera entrevista con el padre de Walter, al apercibirse del retrato que éste tiene en su mesita, visto desde atrás, sin que sea necesario que vea la foto que enmarca, agacha compungido la cabeza, rendido desde el principio ante el terrible objetivo que se ha impuesto con su visita—, que se resigna a quedarse en la ciudad aceptando el papel que le ha tocado asumir, certificando definitivamente la adopción de la identidad de Walter cuando, interpretando una pieza musical con el violín de éste, y con Elsa al piano, la película concluye con la nueva familia reunida en el salón, armonizada por fin al son de esa pieza musical que la guerra había interrumpido trágicamente —la traducción del título original, Broken Lullaby, sería el de «nana interrumpida»—, y será Renard el que tenga que retomar esta canción, el que asuma también la voz de Walter, en lo que constituye uno de los finales más agridulces que uno recuerda –y para su protagonista, en realidad, un final terrible como pocos— .


1 Y por otra parte es esta mirada la que perseguirá cruelmente a Renard el resto de su vida, el origen de todas sus acciones en la película. Estos ojos no cerrados resultan la mejor imagen de un momento que va a resultar de imposible sutura para el protagonista de la película. A este respecto resultan muy pertinentes estas palabras de Vicente Sánchez Biosca: «En el cine clásico de Hollywood, los hombres y las mujeres morían con los ojos cerrados (…). Si bien lo pensamos, cerrar los ojos es justamente el hermoso gesto que dedicamos a nuestros muertos, tanto para representar la paz que les deseamos, asimilando pues su defunción a un sueño reparador, como para evitar lo insoportable de ‘su mirada’» (El cadáver y el cuerpo en el cine clásico de Hollywood, Archivos de la Filmoteca, nº. 14, Valencia, Junio de 1993, pp. 127—143).