Rose Hobart

¿Es de broma o en serio? El arte contemporáneo tiene estas cosas. Puede que sea ambas cosas a la vez, ¿no es posible? Una película como Rose Hobart es sorprendente por varias razones y, al mismo tiempo, es una obra de una sencillez que puede resultar hasta obvia.  Propone y al mismo tiempo no propone nada nuevo. Las películas habían sufrido alteraciones y remontajes prácticamente desde que se inventó el cine; los exhibidores, ya se sabe, cambiaban el orden de los rollos o incluso se permitían suprimirlos, según les conviniera. Desde nuestra perspectiva puede que sea difícil de entender, sobre todo si atendemos a la sacralización de los derechos de autor, que es relativamente reciente, pero en la primera época del cine era casi imposible asistir al mismo espectáculo cinematográfico en Madrid y en Paris, por ejemplo.

Sin embargo, la acción de Joseph Cornell posee unas características que la convierten en algo diferente. La manipulación de la obra East of Borneo (George Melford, 1931), un film de serie B hoy totalmente olvidado, se realiza de manera absolutamente consciente, con la clara voluntad de crear una obra nueva a partir de materiales previamente existentes. A la manera de Marcel Duchamp, que fue quien desplazó definitivamente lo artístico al concepto, soslayando de forma casi total la tradicional importancia del objeto. Aunque el gesto de Duchamp es quizás el más radical —el más cargado de humor también—, puesto que es complicado encontrar algo más anodino que un urinario. La película de Cornell, sin embargo, conserva la magia del objeto, puesto que aún nos descubrimos mirando el desfile de imágenes sobre la pantalla, como por arte de encantamiento.

Rose Hobart es una película sobre la fascinación y el deseo. Y sobre la actriz protagonista de un film de serie B, claro. En el fondo, no es muy diferente a las cajas por las que es más conocido su autor. En esas cajas, Cornell guardaba como tesoros pequeños objetos encontrados, viejas fotografías o construcciones minimalistas. Solo que esta vez el objeto de su admiración, y de la nuestra, es la imagen animada de la actriz. Desechando todos los planos de la película original en los que no apareciera Hobart, Cornell elaboró un montaje de 19 minutos, a los que también suprimió la banda sonora original e introdujo música brasileña procedente de un disco encontrado en una tienda de saldos. Además, usó un tinte de color azul para teñir toda la película, una práctica en desuso en los comienzos del cine sonoro, pero habitual en el cine mudo, quizás como recuerdo de las películas que había visto durante su niñez.

Artista de una timidez patológica, auténtico outsider de cualquier corriente artística de la primera mitad del siglo XX, podemos rastrear los orígenes de esta voluntad creativa en el dadaísmo/surrealismo: el objeto encontrado por casualidad, detritus de la sociedad capitalista industrial, se somete a una descontextualización que transforma su sentido original. El resultado, una pieza que no ha sido sometida al proceso creativo clásico, si no que atiende a las pulsiones inconscientes de Cornell. ¿Por qué Hobart y no otra? ¿Por qué Hobart en esa película? ¿Por qué en ese orden de montaje? Azar y deseo. Y exotismo, puesto que la trama original está ambientada en la selva de Borneo.

Podemos considerar esta obra como el origen del found footage, o también la inspiración de lo que Guy Debord denominó détournement [1], reutilización de imágenes ya creadas, a las que se les cambia el sentido para criticar la sociedad espectacular. O, siguiendo el hilo de Debord, de las Historie(s) du cinéma de Godard.


[1] Guy Debord, Modo de empleo del ‘détorunement’, en In girum imus nocte et consumimur igni, Ed. Anagrama, Barcelona, 2000, pp 89-102.