Aquel maldito tren blindado

Los bastardos heróicos de Castellari

Castellari. Su nombre es sinónimo de diversión para miles, millones, de personas en oscuras salas de reestreno en las que pocos de sus asistentes conocían quien era el artífice de la tropelía que estaban viendo. Ni los propios directores de la época nos ponían las cosas fáciles, escudándose tras un manto de seudónimos más o menos ingeniosos (Castellari pasaría de ser Enzo Girolami Castelari a E.G. Castell, que sonaba más catalán que americano, pero tampoco iba a iniciar debates geográficos por ello en la platea) listos para presentarnos una colección de películas que no demandaban mucho al espectador. Cine de evasión puro y duro.

Castellari es un director a reivindicar. No porque lo diga Tarantino, que ya estamos curados de espantos. Hay que hacerlo porque tras su fachada de artesano y hacedor de refritos se escondía (se esconde) un director de cine que amaba su oficio. Un buen director, si me permiten la osadía.

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Ha pasado un lustro desde que empezaran a circular los rumores acerca de un posible remake de Aquel Maldito Tren Blindado (Quel Maledetto Treno Blindato, o si lo prefieren, Inglorious Bastards, con «a», 1977) y tal remake se ha quedado en otro de los homenajes dispersos del multireferencial realizador americano al cine que mamara en sus años mozos. Cintas de acción de serie B con aguerridos soldados y diabólicos nazis: el paradigma del maniqueísmo cinematográfico desde un punto de vista más lúdico que histórico. Lamentablemente para los fans de la original, queda poco del film italiano más allá del título en este Inglorious Basterds, con «e».

Aquel Maldito Tren Blindado no es la mejor película de Castellari, pero sí que es una película que sigue funcionando como el primer día, pasados los años. Exploiter de obras mayores como Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1967) o Los Violentos de Kelly (Kelly´s Heroes, Brian G. Hutton, 1970), hubo de convivir con productos de similar estopa que pergeñaban compañeros de fatigas como Antonio Margheritti, autor de la similar Comando Patos Salvajes (Geheimcode: Wildgänse, 1984), que iba a dar lugar a, por lo menos, un par de secuelas, tras su éxito en tierras alemanas.

Es este un cine de sábado tarde, de palomitas, risas y emoción en la platea. Cine testosterónico con diálogos agudos y acción a toneladas que narra una misión suicida con un grupo de elementos de la peor calaña que lo último que querrían ser es héroes. Y, sin embargo, lo terminan siendo. Asesinos, ladrones, desertores…un pelotón de desechos militares a punto de ser ejecutados que huyen del fuego para caer en las brasas cuando han de sustituir a un grupo de valientes (que ellos mismos han exterminado, por error) en un plan sin retorno. Una línea difusa separa el bien del mal, y los malos demuestran poseer más virtudes que los buenos; hay alemanes amistosos y americanos despreciables, exconvictos que se dejan el pellejo por su país y compatriotas que matan a sus propias huestes. En las guerras no se puede tomar partido por nadie.

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No es difícil ver por qué éste y no otro se encuentra dentro de los films de cabecera del señor Tarantino. Resulta complicado imaginar otra película bélica similar (ni siquiera en Italia y con la excepción única de cualquier cosa firmada por el taiwanés Chu Yen-Ping) en la que abunden los detalles psicotrónicos a la usanza de ésta: entradas y salidas inverosímiles e incólumes de fortalezas de las SS, supermegabombas que hay que desactivar a lo James Bond, ejércitos de señoritas nazis que disparan ametralladoras como sus padres las trajeron al mundo,  personajes nacidos para enfrentarse (negro vs. racista…fight!) y esa colección de explosiones llenas de brincos, saltos y volteretas que hacen que te preguntes en algún momento si no estaremos viendo un actioner filipino de los ochenta, de aquellos con dos líneas de diálogo en todo el metraje y media selva de Mindanao arrasada a base de dinamita (genuina).

Castellari recurre a lo mejor de su repertorio. Su uso personalísimo de la cámara lenta convierte las escenas de masacre en un ballet de muerte, algo que alcanzaría niveles de épica operística en su spaghetti crepuscular Keoma (1976), una secuela difusa del Django (1966) de Corbucci, elevada ya a la categoría de film de culto dentro del género. De hecho, Tarantino dice considerar al realizador italiano y a Peckimpah como los maestros de la cámara lenta en el cine. Su banda sonora (obra del reivindicable Francesco de Masi) otorga a las imágenes una pátina de cine de calidad, dando credibilidad a un producto que parece poner todo su empeño en no tomarse demasiado en serio a sí mismo, ya desde esos títulos de crédito animados que nos evocan a los otrora prolíficos westerns italianos que ya habían tocado fondo por aquellas fechas. Un reparto internacional en el que brillan Fred Williamson y Bo Svenson, derrochando carisma y divirtiéndose de lo lindo en el rodaje, permitiéndose el lujo de arriesgar el pellejo realizando escenas de especialista que ninguna aseguradora de hoy día estaría dispuesta a aceptar. Nadie da más por menos.

Tanto si van a ver a los bastardos de Tarantino como si no, si les gusta aquella o les parece infumable, háganme caso, carguen su microondas de palomitas y denle una oportunidad a los genuinos bastardos sin gloria de Castellari, que me lo van a agradecer.