Sternberg después de Dietrich
Josef Von Sternberg realiza Crimen y castigo —producida por la Columbia, después de la larga estancia del cineasta en la Paramount— justo al finalizar el ciclo de películas protagonizadas por Marlene Dietrich, el mismo año que la última de ellas, El diablo es una mujer (The Devil is a Woman. 1935). Es indudable, pues, que en principio el director empezaba con esta película una nueva etapa, pero desgraciadamente en ésta el director no tuvo la continuidad de que gozó tanto en la desarrollada en el mudo –pues a pesar de sus varios proyectos frustrados Sternberg logra encadenar en apenas cuatro años varias obras maestras— como durante su asociación con Marlene Dietrich en el primer lustro de los años treinta, aunque no falten en esta última e irregular etapa logros aislados pero deslumbrantes como El embrujo de Shanghai (The Shanghai Gesture. 1941) y, ya en el final de su carrera, La saga de Anatahan (Anatahan. 1953). Pero lo primero que llama la atención de este filme en relación a las películas que Sternberg filmó con la actriz que descubrió y convirtió en una estrella es que, a pesar de que entre Marlene Dietrich y Peter Lorre, el intérprete principal de la cinta, es posible percibir, incluso para el más despistado, algunas diferencias que no podemos pasar por alto, y entre el rocambolesco punto de partida argumental habitual en sus películas americanas con aquélla y la novela de Dostoievski no menos diferencias, Crimen y castigo es un film que certifica una patente continuidad estilística con los films previos del autor de Fatalidad, los que le han dado fama, amén de situarse tanto unos como otra en el límite de la permisibilidad del código de censura, afectando las películas que componen el «ciclo Dietrich» a la representación de las relaciones sexuales y la que nos ocupa a la posible justificación del asesinato[1], al margen de que también podamos apreciar en Crimen y castigo significativas variaciones respecto a aquéllas, en consonancia con una obra en esos momentos en continua evolución, a pesar del aparente carácter homogéneo de sus filmes con Marlene Dietrich.
No puedo sino compartir la opinión de José María Latorre cuando escribe que «si en (los films con Dietrich) se trataba, también, de documentos sobre la actriz, sobre su forma de moverse y de recitar, sobre sus peinados, miradas y gestos, en este Dostoyevski a la sombra el documento afecta a Peter Lorre[2]». Lo que resulta aún más sorprendente si consideramos que el proyecto llega a las manos de Sternberg ya escrito el guión y elegido el reparto, y sin posibilidad de hacer cambio alguno, es decir, que se trata de un encargo asumido por Sternberg sin especial interés, al contrario de lo que sucede con sus películas protagonizadas por Dietrich —con la excepción de La venus rubia (Blonde Venus. 1932)—. Pero lo cierto es que Crimen y castigo es un filme que se puede leer perfectamente en el rostro de Lorre, que en sus gestos y en especial en sus miradas podemos seguir los numerosos cambios que sigue la película, paralelamente a la voluble situación del personaje, que a veces pasa, apenas sin transición, de la arrogancia al pánico, de la firme determinación a la paranoia, vaivenes especialmente visibles en la relación que mantiene el Raskolnikov incorporado por Lorre con el Comisario de policía interpretado por Edward Arnold, en un apasionante y divertido juego del gato y el ratón que acaba convirtiéndose en el centro del relato y que a veces, a pesar de su aparente gravedad, está a punto de convertirlo en una insólita comedia. Pero asimismo ahí radica, en la modulación de este juego de miradas entre los dos principales personajes de la película, la principal diferencia entre Crimen y castigo y los filmes previos de Sternberg: mientras éstos se sostienen sobre el proceso de fascinación que ejercen los personajes interpretados por Marlene Dietrich en sus partenaires masculinos, y por extensión, sobre el aura misteriosa y fascinante que envuelve también a la actriz misma, en una calculada y progresiva operación de construcción de una estrella, es decir, films sostenidos por una doble mirada, la del frecuentemente subyugado compañero masculino de la Dietrich, arrastrado por una pasión irrefrenable que, con no poca frecuencia, los lleva a la destrucción, y, por otro lado, la del espectador, que se pretende esté no menos fascinado, Crimen y castigo es un filme sostenido por la mirada de Peter Lorre y, en segundo término, por el juego de miradas entre Lorre y el Comisario —en este aspecto, el filme de Sternberg más próximo a Crimen y castigo es Marruecos (Morocco. 1930), para el que escribe el mejor del ciclo con la Dietrich: poco importa que en un caso se trate de un relato criminal, centrado en la crisis de conciencia de un asesino y, sobre todo, en el acoso y la presión emocional a que es sometido por un incansable Comisario de policía, y en el otro de una apasionada historia de amor; en ambos encontramos un relato movilizado por la ambigüedad de una relación entendida como un reto continuo, impulsado por el diálogo entre lo que los personajes hacen y dicen y lo que sus miradas delatan—.
Indudablemente, la trama de la película ofrecía al actor austriaco la posibilidad de interpretar de nuevo los acordes del papel que le hizo famoso, el del criminal de M. El vampiro de Düsseldorf (Fritz Lang. M. 1931): otra vez un caso criminal, el hostigamiento a que es sometido Lorre y su progresiva paranoia. Pero con una diferencia importante: frente a la demencia del personaje de Lang, cuyos crímenes están motivados por una irrefrenable pulsión, y la caza casi animal de que es objeto, la racionalidad del crimen de Raskolnikov y el enfrentamiento intelectual y moral entre éste y el Comisario —y es una lástima que no todas las relaciones entre otros personajes de la cinta tengan la misma complejidad que la mostrada entre estos dos—.
El cartel inicial explica que la historia que vamos a presenciar podría ocurrir «en cualquier momento y lugar», y no lo hace de forma baladí: (la Rusia de Crimen y castigo es simplemente una premisa que nos vemos obligados a aceptar –las pocas referencias rusas se encuentran en los nombres de los personajes), la importante presencia de la moneda rusa, los rublos, y una mención de pasada a Siberia—. Realmente llama la atención el desinterés de Sternberg por recrear, aunque fuera en decorados de cartón piedra, la Rusia en que se desarrolla la acción. Tanto la indumentaria de los personajes como los decorados de la película de Sternberg serían plenamente verosímiles si la acción se desarrollara en cualquier ciudad americana —inversamente a lo realizado en muchas de sus exóticas películas con Dietrich, tendencia llevada al delirio en El diablo es una mujer, saldada con un enorme fracaso comercial, en las que se llega a la inverosimilitud más radical por lo contrario, por pura saturación, por la exacerbación de los signos identificativos de los lugares en que se desarrollan las historias, por su desprejuiciado recurso a los más hollados tópicos—. Nos encontramos, en definitiva, ante una muestra más de la tendencia a la abstracción y el desprecio por los imperativos realistas que hacen de Sternberg uno de los realizadores, a la par de la convencionalidad de sus relatos, más secretamente experimentales del Hollywood clásico, que en mayor grado forzaron el Modelo instituido en su interior, lo que acaso tenga relación con las dificultades que a partir de mediados de los años treinta tuvo el realizador para continuar su carrera.
En un muy interesante texto acerca de algunas de las películas de Sternberg con Dietrich, Carlos Losilla[3] sugería que tal vez el muy comentado barroquismo del director correspondiera en realidad a los rasgos propios de un estilo «preclásico»[4], a un momento de la historia del cine americano en que los modos luego llamados clásicos aún no se han afianzado, que están «en plena fase de formación»[5]. Eso podría explicar, tal vez, la decadencia —aun acompañada de ocasionales destellos— de su obra a partir de la segunda mitad de los treinta, ya plenamente consolidado de nuevo el estilo clásico, pero acaso resulte más difícil integrar en esta hipótesis una película como El embrujo de Shanghai, si no su mejor película, seguramente el mejor compendio del estilo de su autor, y que está realizada en 1941, el mismo año que Ciudadano Kane, (Citizen Kane), esto es, en una época en que el estilo clásico no sólo ha alcanzado la madurez artística sino que incluso ha empezado a ser perturbado desde dentro. Lo cierto es que el esplendor de la obra de Sternberg se dio en el ocaso de un modelo que alcanzaba la plenitud estilística en el momento en que el director de origen austríaco iniciaba su carrera –con The Salvation Hunters, en 1925— y en los titubeantes inicios de la variante que surge con el cine sonoro. Un estilo que refulge más en los momentos de cambio y desequilibrio que en los plenamente apuntalados, una estética del exceso que encaja mejor en las épocas de mayor inestabilidad.
[1] El final de la película, que muestra a un arrepentido Raskolnikov entregándose a la Justicia, acto presentado como el gesto último de una redención de naturaleza casi religiosa, como producto de una iluminación divina, responde sin duda a estas obligaciones de un código Hays que en la fecha de realización de la película, recientemente puesto en marcha, se encuentra en una de sus épocas de mayor intransigencia. No obstante, poco antes de este final, la muchacha enamorada de Raskolnikov, que previamente había procurado convencerle de que se entregara, se ha manifestado dispuesta a abandonar el país con él para huir de la policía, en lo que constituye un momento que encaja mucho mejor con la obra anterior de Sternberg.
[2] Dirigido por…, nº 388, Abril 2009, pág. 74.
[3] «Sternberg/Dietrich», Dirigido por…, nº 272, Octubre de 1998, pág. 58.
[4] Lo que entre otras cosas corroboraría —a pesar de la imprecisión del término «preclásico», como ahora mismo veremos— una de las características tal vez menos visibles pero más recurrentes de las primeras películas sonoras de Sternberg, perceptible en un análisis paciente del decoupage de éstas: la relativa frecuencia de contravenciones de las reglas de continuidad y una menor solidez en el tratamiento del espacio, algo más presente en sus primeras películas con la Dietrich y ya prácticamente ausente, por ejemplo, en esta Crimen y castigo, en un momento (1935) en que el sistema de continuidad tan concienzudamente elaborado por el estilo clásico, con lo que tiene también de estandarización, está absolutamente afianzado. Contravenciones que son menos una alternativa que consecuencia de un estadio de maduración aún insuficiente, no propiamente del estilo clásico, ya firmemente consolidado bastante antes de la llegada del sonoro, sino más bien del reajuste que éste tuvo que hacer con el sonido, reajuste que supone más un período de transición homeostática que iría de finales de los veinte a principios de los treinta que un verdadero cambio de paradigma –y es en este sentido en que el término «preclásico» no es del todo preciso—.
[5] No obstante, este breve análisis que lleva a plantear una serie de interesantes interrogantes acerca del cine de Sternberg acaso se vea en exceso condicionado por centrarse en especial en El expreso de Shanghai (Shangai Express. 1932), en efecto uno de los films menos atrevidos de su director, lo que nos lleva a apuntar el peligro de los errores a que puede llevar –y con frecuencia ha llevado— el considerar las películas de Sternberg con la Dietrich como un todo compacto, pues a pesar de sus evidentes puntos de conexión son muchos también los elementos —incluso estilísticos— que separan unas películas de otras.