El viaje a ninguna parte
Con el paso de los años, y película tras película, el cineasta taiwanés Ang Lee ha ido dejando atrás pretensiones autorales, que por otra parte jamás han estado demasiado presentes en su mirada, para convertirse en un más que sólido artesano al servicio de la historia que tiene entre manos. Cada vez más asentado y cómodo en la industria USA, en poco más de diez años ha realizado una delicada adaptación de Jane Austen, un fallido intento de franquear las limitaciones del cómic de súper héroes y un notable retrato de la sociedad estadounidense de los setenta, que sigue permaneciendo como su mayor hallazgo hasta la fecha. El realizador por derecho propio es, a día de hoy, uno de los narradores más solventes que trabajan en EEUU, si bien cierto academicismo empieza a acusarse cada vez más en su puesta escena. De todas formas, por encima de las excelencias visuales y narrativas fílmicas de Lee, el fracaso o triunfo de sus trabajos da la impresión de depender en gran medida del material de partida y el desarrollo que de éste se hace en la fase de la escritura del guión.
En realidad, no hay demasiado que decir de Destino: Woodstock. El film es como una cortina de humo que conforme va ascendiendo hacia el cielo se esfuma hasta quedarse en nada. A partir de una propuesta cuanto menos curiosa, contar los entresijos que hicieron posible el mítico festival de música a finales de los años sesenta, y que hasta cierto punto señaló el final de cierta idea de inocencia generacional, centrándose en los sujetos anónimos que desde la trastienda lo levantaron, allá en la pequeña localidad de White Lake, Lee construye una película lúdica, divertida, casi ingenua. El problema de la propuesta es el exceso de superficialidad que le afecta. El cineasta parece confundir inocencia e ingenuidad con insustancialidad y conforme el metraje avanza la historia cada vez nos interesa menos. Hay un problema continuo de equilibrio genérico importante. A la hora de plasmar el retrato costumbrista, no funcionan ni los elementos humorísticos excesivamente descafeinados, que además parten de elementos comunes a cada cual más archisabido, ni los apuntes más dramáticos, o teóricamente comprometidos, como las inevitables alusiones a la guerra de Vietnam, más presentes por una cuestión de costumbres genéricas que por convencimiento ideológico.
Pese a estar situada en un marco muy concreto, y las referencias temporales ser constantes, en ningún momento, al contrario que en La tormenta de hielo (The Ice Storm, 1997), que dentro de la filmografía del realizador funcionaría como un excelso complemento a este nuevo trabajo, se tiene como espectador la sensación de estar frente a una historia que sucede en los sesenta. Existe una molesta indefinición temporal no buscada que tan sólo resta más profundidad y alcance. La sensación en todo momento es que Ang Lee ha querido realizar una película pequeña, modesta y que sus nulas pretensiones lo han llevado implacablemente a firmar su obra más desigual y aburrida. Ni siquiera a un nivel de puesta en escena el conjunto resulta homogéneo. Más conseguida en las pequeñas secuencias cotidianas en el pueblo y en el pequeño hotel, en que buena parte de la historia se desarrolla, que en el manejo de las masas. Destino: Woodstock al avanzar acaba transformándose en un trabajo amorfo. El último tramo está plagado de errores de construcción fílmicas indignos de un realizador de la supuesta categoría de Lee, especialmente el bochornoso viaje lisérgico del protagonista en una furgoneta, que deja títulos tan delirantemente ridículos como The trip (Roger Corman, 1967) como notables ejemplos de sabiduría cinematográfica. Inclusive el intento de utilizar diversas texturas en la imagen no siempre acaba resultando efectivas. Una imagen que supuestamente debería contener y producir emoción como la visión de la marea humana, disfrutando del concierto el primer día, y que literalmente, a los ojos del protagonista, se metamorfosea en una suerte de océano, además de mal planteada, parece ejecutada por estudiantes de cine que trabajan con equipos amateurs, más que por un cineasta galardonado con un Oscar al mejor director.
En ningún momento, Ang Lee, trata de evitar/disimular la absoluta dependencia de Woodstock (1970) el film referencial de Michael Wadleigh, al que incluso haría aparecer físicamente a través de los documentalistas que se atisban en diversos momentos. Pero allá donde Wadleigh, al igual que los hermanos Maysles con su notable Gimme shelter (1970), a la que por cierto, se hace una breve referencia final, consiguieron todo un notable retrato generacional, Lee parece conformarse con querer contarnos una bonita historia sin complicarse demasiado la vida, empresa, por otra parte nada desdeñable, si al menos se lo hubiera tomado en serio.
El nuevo film de Ang Lee no es ni mucho menos mediocre, o sencillamente desastroso, tan sólo es una acumulación de superficialidades y lugares comunes a lo largo de dos interminables horas.