Según Georges Sadoul, Le quai des brumes es «una de las cumbres del cine francés»[1]. Esta magistral película de Marcel Carné relata el desafortunado y trágico amor entre un desertor de la infantería colonial, y una muchacha, que vive con un repulsivo tutor. El soldado, Jean (Jean Gabin), que por su condición de desertor está condenado a ocultarse, y la muchacha, Nelly (Michéle Morgan), que intenta escapar de una existencia aciaga, viven un apasionado romance que los alivia y redime de tantos errores y angustias; hasta que un día, el tutor de la chica intenta abusar de ella… Quai des brumes es un film sobre una generación desorientada, predestinada al fracaso, una pieza clásica de romántico pesimismo que se hizo eco de las nubes de tormenta que se cernían sobre Francia a finales de los años treinta.
No obstante, la consideración de Marcel Carné como gran autor cinematográfico ha sido siempre objeto de debate; un debate marcado por las dudas y las exaltaciones, por el desconocimiento y una cierta ofuscación. Pero, una vez vista Le quai des brumes, cabe preguntarse: ¿qué habría sido del realismo poético de Carné si no hubiese contado con los textos de Jacques Prévert? ¿Serían iguales films tan inolvidables como Le jour se léve (1939), Los niños del paraíso (Les enfants du paradis,1945) o Les portes de la nuit (1946)? ¿Tendrían la misma intensidad poética —inmensamente superior a su vertiente realista—, el mismo poder de evocación dramática? Es evidente que no; y sin menospreciar el talento del realizador a favor de su guionista, es justo reconocer que los intérpretes de Le quai des brumes pronuncian diálogos inolvidables que confieren a la película un notable hechizo: cuando Jean evoca la belleza de los tristes y adorables ojos de Nelly, cuando el pintor Krauss (Robert leVigan) —que planea suicidarse lanzándose al mar, y que hace depositario a Jean detonas sus pertenencias: dinero, ropa, documentos…— explica que él pinta «las cosas que hay detrás de las cosas»; la secuencia en que Nelly llora lamentándose de que nadie la ama. Incluso al principio de Le quai des brumes hay un diálogo escrito por Prévert —el que entabla Jean con un camionero que acaba de recogerlo— que define el tono del film:
—Camionero: iQué niebla!
—Jean: Estoy acostumbrado, he estado en Tonkín. ¿Comprendes?
—Camionero: ¿Bromeas? No hay niebla en Tonkín.
—Jean: ¿Qué no hay? Claro que sí. Aquí dentro. (Señalándose la frente)
Jacques Prévert no necesita escribir grandes palabras ni construir monumentales frases para construir un guión y unos diálogos llenos de lirismo, rodeados de un curioso y huidizo aire de misterio. No en vano perteneció durante unos años al movimiento surrealista.
Sin embargo, es mérito de Marcel Carné el haber conectado con la trama, los personajes y las reflexiones del libreto de Jacques Prévert. Su puesta en escena, su sentido de la composición del encuadre, de la luz, saquea el mundo real, lo desmenuza y reconstituye con la plástica fílmica y la fantasía para construir una imagen cinematográfica de esa realidad acorde con sus inquietudes personales, las cuales, todo hay que decirlo, coinciden con las de su guionista. Por ejemplo, ambos cambian el escenario original de la novela de Pierre MacOrlan[2], el barrio de Montmartre, en París, por la zona portuaria de Le Havre, una especie de limbo, de zona fantasma formada por luces brumosas y sombras cenicientas, donde los personajes parecen atrapados en un instante de sus vidas comprendido entre las frustraciones del pasado y los sueños imposibles del futuro.
De este modo, el tándem Carné & Prévert profundiza en su gran tema: el conflicto trágico entre un mundo corrupto y egoísta y la exigencia de felicidad del individuo. En Le quai des brumes realizador y guionista recrean tipos sociales que no sólo caracterizan al cine francés de aquellos años, sine que, al mismo tiempo, expresan un sentimiento vital. Hombres y mujeres de baja extracción social —marginados, solitarios, hampones de medio pelo, artistas fracasados…—, figuras que se convierten en arquetipos trágicos, pues ya nada tienen que ver con este mundo, víctimas de leyes injustas y de torcidas pasiones, que rehúsan a todo compromiso con él. Quizá por ello, durante una gran parte del metraje de Le quai des brumes, los personajes miran por las ventanas, hacia el mar, punto de partida de una nueva existencia que, aparentemente, pueden tocar con los dedos. De ahí que los barcos que apenas se vislumbran a través de la niebla tengan un valor simbólico tan inquietante como esa maqueta de un hermoso navío de vela encerrado en el interior de una botella —que recuerda al propietario del lúgubre bar «Panamá» sus tiempos felices en tierras soleadas—, o el barquito de feria en el que Jean y Nelly posan alegres para un fotógrafo.
Jean Renoir tildó en su momento la película de Marcel Carné de «fascista» (¿?), descalificación que, a poco que se recapacite sobre ello, no tiene sentido alguno. Entre sus argumentaciones destacaba con especial ahínco el hecho de que la historia de amor entre Jean y Nelly no tenía un final feliz. Probablemente a Renoir, cuyas tendencias políticas izquierdistas compartimos, no le gustaba ver cómo a dos parias de buen corazón, como los interpretados por Jean Gabin y Michéle Morgan, no podían consumar su amor y sus esperanzas de una vida mejor, o tal vez le molestaba que villanos tan repulsivos como Luden (Pierre Brasseur) escapasen sin castigo. Pero lo más grave de la apreciación de Jean Renoir, a nuestro modo de ver, radica en que no supo ver el aspecto más atractivo y moderno de Le quai des brumes: la inquietante parábola que traza sobre la naturaleza irracional del mal —sin olvidar sus resonancias simbólicas y metafísicas— incrustadas en un ambiente de plana cotidianidad.
[1] Historia del cine mundial (desde los origenes hasta nuestros dias). Editorial Siglo XXI, México, 1972. Apéndices del ICAIO y Tomás Pérez Turrent
[2] El muelle de las brumas. Ediciones del Co- tal, Barcelona 1976. Traducción de Josep Elias.
© Antonio José Navarro. Publicado originalmente en Dirigido por… nº 340, diciembre 2004.