La novia de Frankenstein

Mitos y mitologías

Flectere si nequeo superos, acheronta movebo

En todas partes veo la felicidad, de la que sólo yo me encuentro irrevocablemente excluido. Yo era afectuoso y bueno, y la aflicción me ha convertido en un demonio. Haz que sea feliz y seré virtuoso otra vez» [1]. Toda la furia desatada de la criatura tenía un motivo: su afán por ser tan humana como los humanos. Sin embargo, ella no poseía ciertos requerimientos básicos para alcanzar la aceptación. No había nacido de una mujer, su nacimiento era pues antinatural. Había venido al mundo en plenitud de sus facultades físicas, y no en la forma de un niño. Tampoco, y quizás esto represente su mayor monstruosidad, fue engendrado a partir de la vida sino de la muerte: su cuerpo, su corazón, su cerebro, fragmentos de cadáveres, provenían de la miseria de la fosa común y la morgue. A lo sumo, la criatura era una abominación, una aberración contra natura. Pero no fue siempre así. Durante un corto espacio de tiempo conoció la felicidad junto a los habitantes de una solitaria casa de campo, un viejo ciego y sus hijos. «Los dulces modales y la belleza de los moradores de la casa conquistaron mis simpatías; cuando eran infelices, yo me sentía deprimido; cuando estaban contentos, yo compartía su alegría» [2]. Solo la toma de conciencia de su anormalidad, cuando es rechazado incluso por aquellos de los que ha sido benefactor, acaba para siempre con su anhelo social. A partir de entonces él mismo se denominará monstruo y se dedicará a vengar sus ofensas: «si no puedo inspirar afecto, inspiraré terror» [3].

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En 1935, cuatro años más tarde del éxito de El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931), la Universal decidió dar continuidad en la pantalla a los personajes de Mary Shelley. Carl Laemmle Jr., convencido de que una fórmula de éxito no debía ser alterada, contó para el proyecto con el mismo director, James Whale, y los principales actores de la primera entrega: Colin Clive, en el papel del doctor, y sobre todo Boris Karloff en el de la criatura. ¿Pero cómo continuar una historia que terminaba con la agonía y la muerte del monstruo en la anterior película? Los nuevos guionistas [4], dos dramaturgos de éxito que cambiaron Broadway por Sunset Boulevard en los años 30, William Hurlbut (responsable de la adaptación y el guión) y John L. Balderston (cuyo trabajo principal fue rescribir con Whale el guión de Hurlbut) hallaron una solución sorprendente. Ya desde el mismo prólogo de la película (para mí lo único dudoso de todo el film [5]), que nos presenta a unos mojigatos Mary y Percy B. Shelley y Lord Byron charlando sobre las intenciones morales de la obra de la escritora británica, al espectador le queda claro que es la propia Shelley la que va a relatar su historia. Así, y pese a algunos añadidos (como el fascinante personaje del Dr. Praetorius, interpretado con elegancia por Ernest Thesiger, o la escena final) y a pequeños parches respecto a la anterior entrega, el guión de La novia de Frankenstein se aproxima muchísimo más que aquella, tanto en su espíritu como en la letra, a su origen literario. Ni siquiera la idea de dotar a la criatura de una compañera le es ajena a la escritora. En contra de la opinión de Drake Douglas, para quien la aparición de la novia del título «era quizás un poco un truco de Hollywood» [6], es la propia criatura la que, en la novela, conmina a Frankenstein a crear para él una mujer, «horrenda como yo» [7], con la que compartir su existencia alejado de los hombres. Según James Curtis, «a Whale le resultaba francamente divertida la idea de una mujer-monstruo al estilo de Karloff» [8], y de hecho fue él mismo quien diseñó buena parte del maquillaje y la caracterización del personaje.

La principal virtud de La novia de Frankenstein frente a su predecesora es que no es solo una película de terror según la moda del momento (aún siendo indudable que El doctor Frankenstein es una obra maestra en su género) sino que sobre todo representa un brillantísimo ejercicio de libre adaptación literaria. Con ella, Whale, humanizando al monstruo, convirtiéndolo en una víctima de la sociedad que lo rechaza, «inscribiendo el mito (Frankenstein) en la mitología (Prometeo)» [9], se acerca al verdadero espíritu de la obra de Shelley.

Pero no son éstas las únicas bondades del film. Además de apoyarse en un guión modélico, tanto la dirección, tan sensible como imaginativa y de mayor dinamismo que en la primera entrega, que aporta al film un romanticismo muy propio del tono Whale, como el trabajo de cámara de John Mescall (de gran movilidad) y la escenografía de Charles Hall (una mezcla de imaginería gótica y estética expresionista) superan, en conjunto, los logros alcanzados por El doctor Frankenstein. Mención aparte merece Boris Karloff. Incluso un actor tan limitado como él obtiene, gracias al guión (a la humanización de su personaje, a su capacidad de hablar, a su mayor profundidad; aquí la criatura no es ya solo un monstruo), mayores posibilidades dramáticas y emotivas. Como escribe al respecto José María Latorre, «no asustaba todo lo que cabía esperar; Karloff era tan humano que llegaba incluso a llorar en dos ocasiones» [10]. Ningún otro intérprete anterior o posterior ha conseguido dotar a la criatura de tanta humanidad ni de un patetismo equivalente. Al igual que en la anterior película, Whale y sus guionistas sabían que, en contra de la novela (más centrada en la figura del doctor), debían mantenerse cerca del monstruo en todo momento. Su soledad sería el eje dramático sobre el que pivotaría todo el film. Por ello el director, que pese a no haber producido personalmente ninguna de sus películas poseía un sorprendente control de las mismas, invirtió el proceso natural de escritura del texto. Vulnerando los protocolos de producción de la época, Whale no se puso al servicio de un guión sino que lo creó en función del reparto, elegido de antemano, así como de sus necesidades expresivas.


[1] W. Shelley, Mary: Frankenstein o el moderno Prometeo, Barcelona, Círculo de Lectores, 1995, p. 126.

[2] Ibid., p. 141.

[3] Ibid., p. 179.

[4] Al parecer también colaboraron en diversas fases de la redacción del guión los autores R. C. Sheriff y Philip MacDonald (adaptación) y el realizador Robert Florey (argumento), entre otros.

[5] La visión que se da de los tres escritores no solo es bastante inexacta sino que además resulta falsa e impostada y, en el peor sentido de la palabra, demasiado hollywoodiense. En cambio, según el libro de James Curtis, Whale estaba convencido de que la escena del prólogo era la más importante de la película.

[6] Douglas, Drake: Horrors, Londres, John Baker Publishers, 1967, p. 167.

[7] W. Shelley, M.: Op. cit., p. 179.

[8] Curtis, James: James Whale, Filmoteca Española/Festival Internacional de San Sebastián, Madrid/San Sebastián, 1988, p. 120.

[9] Latorre, José María: El cine fantástico, Barcelona, Dirigido por, 1987, p. 64.

[10] Ibid., p. 65.