La regla del juego

Francia, años 30

En un momento de El fuego fatuo (Le feu follet, Louis Malle, 1963), su protagonista, Alain Leroy, se lamenta porque «me hubiera gustado cautivar a la gente, retenerles, ligarme a ellos. Que nada se moviese a mi alrededor. Pero siempre ha salido todo corriendo».  El eco de Pierre Drieu La Rochelle contamina de una amargura aún mayor unas palabras de por sí desesperadas. Porque remiten a un contexto, la Francia de los años 30′, en el que el movimiento disfraza a la parálisis; las buenas costumbres endemascaran su carácter de reglas y dictados para ser un buen jugador. La preocupación consiste en aparentar que no estás preocupado. El propio Jean Renoir se permite señalar, casi al final del filme, que «es típico de nuestra época. Ahora todo el mundo miente». Como si esa mentira anunciase la irrupción del régimen de Vichy, el colaboracionismo del gobierno de Petain o, en fin, la sensación de que esos juegos reglados sugieran la indiferente actitud de unas clases sociales consumidas por su condición.

Irónicamente, las costuras de esta sociedad, al contrario que la de aquella aristocracia mexicana que retratase Luis Buñuel, se reflejan en su movimiento constante e ininterrumpido. Aquí también hay una partida de campo, una representación y un conjunto de clases socialmente estratificadas que enfrentan sus respectivos puntos de vista. Pero lejos del inmovilismo, lo que determina el oscuro sentido del humor del filme es su veloz encadenado de situaciones, personajes atribulados, malentendidos y amoríos que conducen a una especie de baile sin fin, de juego sin reglas. Sin fin, porque cada uno continuará con sus vidas, la residencia de La Colinière volverá a abrir sus puertas al año siguiente y todo ese ir y venir de personas funcionará como en una novela de Leonardo Sciascia: una agrupación de poder —social, burgués, económico, aristocrático, etc.— cuya condensación sólo lleva al disparate, porque han devenido tan partícipes de la sociedad que han conseguido hacerla extraña a nuestros ojos; indeseable. Otro mundo.

Geneviève de Marras, la eventual amante del Marqués de La Cheyniest, asegura al principio del filme que «el amor en la sociedad es el encuentro entre dos fantasías». El cruce entre la doncella Lisette y el desarrapado de Marceau; o el de Jackie, la sobrina de la mujer del Marqués, y el aviador Jurieux, el héroe del relato. No obstante, es Octave —es decir, el propio Renoir— quien interpreta fielmente las palabras de la amante del marqués y se erige en el nada improvisado titiritero de la historia. Un individuo que enlaza y descose relaciones propias y ajenas; que nunca parece querer a alguien y, por el contrario, quiere a todo el mundo. La figura que ejemplifica que el amor es un sentimiento de clase baja, porque no entretiene y desfigura las ficciones que cada uno de sus protagonistas han creado para no hacer daño —la extraña devoción del Marqués con Christine reducida gran parte del relato a un objeto pasivo anhelado, de una u otra manera, por casi todos los hombres de la mansión. Sólo puede tratarse de una fantasía, de un divertimento situado en un registro parecido al de la caza del conejo, que adquiere como éste el significado de juego. Porque todos sus intérpretes preferirán continuar con la mascarada, encubriendo o mintiendo, antes que ceder una parcela de su territorio y verse observados por la mirada inquisitiva del resto.

En el filme de Malle contemplamos los últimos días de su víctima, mientras el auténtico, Drieu La Rochelle, se suicida años después de disparar sobre la decadente burguesía parisina. El aviador Jurieux es ese héroe del tiempo, que sucumbe al fuego furtivo porque, entre otras cosas, no pertenece ni a una clase ni a otra y va a la deriva en busca de un imposible: que las sensaciones de ese alegre grupo de personas sean tan creíbles como su hazaña de cruzar el atlántico en 23 horas. Pero tan sólo es la buena voluntad de una comunidad enquistada en la farsa, en un éxtasis cuyo efecto remitió con el paso de los años. Apariencias que no saben una cosa: No han parado de moverse hacia ninguna parte.