Luces de la ciudad

Tuve la ocasión, visitando, hace apenas unos meses, la exposición itinerante Chaplin en Imágenes, en la Sala Municipal de Exposiciones L´Almodí, en Valencia, de descubrir una pieza inédita de Luces de la ciudad. El fragmento eliminado del montaje final, que está incluido como extra en la espléndida edición en DVD que hace unos años editó Warner, consistía en una secuencia muy sencilla. Charlot se detenía, en mitad de una gran avenida, junto a una tienda de modas. De pronto, el vagabundo, se daba cuenta de que encima de la rendija, sobre la que se había parado, había  un trozo de madera. Simplemente detenido para observar el voluminoso tráfico de gente, que tan poco tiene que ver con él, decidía entretenerse introduciendo la pequeña madera dentro de la rendija, ayudado por su inseparable bastón. Lo que en principio se presenta como una mera distracción sin mayor importancia, acaba convirtiéndose en todo un reto para el pobre Charlie que no logra, pese a sus innumerables esfuerzos, cumplir con su objetivo. Es tan absurdo como que el maldito palo está encajado y no puede hacerlo caer. Los minutos van pasando, la secuencia dura 7 aproximadamente, y poco a poco nuestro héroe empieza a convertirse en el centro de atención de los viandantes que lo observan entre curiosos, expectantes y perplejos. Por supuesto, Charlot percatándose del interés despertado tratará de quitar importancia a un hecho que en realidad es absolutamente trivial. Siguen pasando los minutos. Aparecen nuevos personajes, por ejemplo un atontando empleado que come una naranja, y que casi consigue el anhelado objetivo, o un empleado de la tienda de modas que le dará a Charlie, desde el interior del escaparate, la clave para conseguir introducir, finalmente, la madera, poco antes de que la policía, siempre tan aguafiestas, se presente ante el tumulto de gente que nuevamente se ha formado a su alrededor.

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Este pequeño, e imprevisto, último cortometraje, no está de más recordar que el cineasta no volvió  a filmar ninguno después de El peregrino (The pilgrim, 1923), que parte de una anécdota mínima, que podría remitir a los tiempos de la Keystone, acaba resultando una pieza maestra y todo un ejemplo de dominio de lenguaje y recursos cinematográficos.  No sorprende, de todas formas, después de visionar esta secuencia, que el realizador decidiera dejarla en la mesa de montaje. Pese a todas sus innumerables virtudes, es cierto que este fragmento hubiese detenido en demasía el ritmo del film y hasta cierto punto se aleja de la anécdota principal que lo mueve. Sin embargo, si una secuencia eliminada de una película es toda una película en si misma, verdaderamente notable, ¿cómo resulta el film que la ha desdeñado? La respuesta, en este caso es bien sencilla, Luces de la ciudad es uno de los mejores títulos de toda la historia del cine.

Luces de la ciudad continúa siendo todo un acto revolucionario por parte de un artista en la plenitud de sus facultades que se negaba a aceptar las imposiciones industriales y comerciales que se le exigían. En 1931, el público estaba enamorado del cine sonoro y filmar una nueva película muda era una auténtica locura. El verdadero triunfo de Chaplin consiste en su lucidez, su tenacidad y su coherencia para consigo mismo y su mirada. Independientemente de que el film fuera un sonoro triunfo de público y crítica, no deja en este punto de ser anecdótico.  Todos sus compañeros de generación, Buster Keaton, Douglas Fairbanks, DW Griffith, ya estaban rodando títulos sonoros, y para todos ellos su mejor época ya había pasado. Charles Chaplin, después de innumerables cortometrajes, film a film, había ido depurando y puliendo su mirada, y a principios de los años 30 el control que tenía de su oficio sólo podía ser el de un verdadero genio. Si observamos la perfección de los elementos, tanto cómicos como melodramáticos, y la organización de los mismos, o la brillantez del planteamiento y resolución de las diferentes secuencias, muchas de ellas sobrecogedoras de tan aparentemente sencillas, por ejemplo el primer encuentro entre el vagabundo y la violetera, tan sólo podemos concluir que estamos frente a la obra definitiva de uno de los mayores artistas del siglo XX.

Sin embargo, no quisiera que estas líneas fueran especialmente analíticas, ni que nos demorásemos más de lo necesario en las anécdotas que surgieron de un rodaje que se alargó durante innumerables meses. Ya se ha escrito y mucho de todas las virtudes de Luces de la ciudad, por eso me gustaría detenerme en la figura del espectador que ve esta película. Esta debería ser una crítica que hablase de emoción, de la emoción que transmite cada uno de los fotogramas que componen una película que desde el principio llega a lo más hondo. Es este un film que hace reír, llorar, pero sobre todo sobrecoge profundamente. Creo que tan sólo hay una experiencia cinematográfica más emocionante que visionar por primera vez Luces de la ciudad y es volver a verla una y otra. La famosa última secuencia ilustra perfectamente esa tan particular emoción que tiene la película y se convierte quizá de forma involuntaria en la culminación de toda la época muda y en la constatación de que el sonido, los diálogos en el cine en el fondo no son sino un artificio, un subrayado, en ocasiones molesto, pues toda la emoción surge de la propia imagen. Charlot mirando, tímidamente, con una flor entre las manos a Virginia Cherrill, la violetera ciega que gracias a él, y a sus innumerables peripecias y sacrificios, ha recuperado la vista, entona su canto de cisne y Chaplin parecía saberlo. Jamás volveríamos ya a ver a ese Charlot. En Tiempos modernos (Modern Times, 1936) pese a que se mantenía la esencia del personaje ya parecía más una transición al pequeño barbero judío de El gran dictador (The Great Dictator, 1940) que ya no era el pequeño vagabundo si no Charlie Chaplin.