Melodías entre sombras
Se mantiene la teoría de que los periodos conflictivos sciales y económicos dan lugar a periodos de esplendor del cine fantástico. En este sentido el crack del 29 daría lugar a, Drácula (Tod Browning, 1931), Frankenstein (James Whale, 1931), Freaks (Tod Browning, 1932) y King Kong (Ernest B. Schoedsack & Merian C. Cooper, 1933) entre otros iconos fílmicos de la décda siguiente. Tal vez podría así relacionarse tambíén la serie B de los 50 y las producciones Hammer con la guerra fría. Pero también hay cierta dificultad en hallar paralelismo entre la crisis petrolífera de 1973 y las tardías apariciones fílmicas de Stephen King (iniciadas con Carrie, Brian de Palma, 1976), el gore para adolescentes o las películas de alienígenas de la segunda mitad de los 70 y de los 80. De hecho, si nos centramos en la década de los 30 hay que reconocer que hay una ebullición creativa que da lugar a grandes obras a lo largo del globo y no todas, ni mucho menos, se corresponden con el Fantástico. Aquellos que fueron arrollados por los roaring twenties, los alemanes que veían el inevitable ascenso del nazismo, los ciudadanos sovièticos que ansiaban una estabilidad que no llegaba, los japoneses del expansionista imperio del Sol Naciente o los españoles que estaban a punto de sumirse en el más negro abismo recurrían al cine, mayoritariamente, en busca de diversión. Y Hollywood, que había encontrado en el sonoro el mayor megáfono para expandir sus cantos de sirena, se puso a fabricar enterntainment con ahinco y con mayúsculas. De todos es sabido («oh, mama, oh mama!») que el sonoro arranca popularmente en 1927 (tras diversas experiencias) con un drama musical, El cantor de jazz (The jazz snger, interpretada por Al Jolson y dirigida por Alan Crossland…¿quién le recuerda ahora?). A partir del éxito de la Warner todas las productoras fueron conscientes de la mina de oro que se abría ante ellas y se dedicaron a explorar y explotar el musical.
El camino seguido se inició con la trasposición pura y dura de musicales de Broadway y operetas en las que destacarían intérpretes como Nelson Eddy, Jeanette Mc Donald y Maurice Chevalier, así como directores que supieron aportar su estilo como el mismísimo Lubitsch. Busby Berkeley, director y coreógrafo, creó un estilo propio de musical basándose en historias de profesionales (bailarinas, coreógrafos, escritores, músicos y directores) que pugnaban por triunfar en Broadway. Sus seriadas Melodías de Broadway o sus Vampiresas seguían un patrón argumental y visual semejante, recurriendo a fastuosos números orquestales en los que decenas o cientos de actores y bailares evolucionaban ante la cámara desplegando diversas figuras como si de un caleidoscopio se tratara, engarzando mediante gruas y montaje los planos que dinamizaban el número escenificado. El toque social marca de la Warner se incorporaba en no pocas películas y se difuminó en las obras que Berkeley haría a finales de la década y en los 40 para la MGM.
El cocodrilo de Tarzán
Sin embargo nadie consiguió el deseado éxito como lo hiciera la productora RKO con la pareja Fred Astaire y Ginger Rogers. Alguien tuvo la ocurrencia de decir de él que «no sabe actuar, no sabe bailar y tiene cara de pato Donald». Bueno, hay meteduras de pata que pueden pasar a la Historia. También hay muchos que descartan sus cintas por impersonales y por falta de estructura original. Ya lo decía Katie Sheldon (Debbie Reynolds) en Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), «vista una, vistas todas». Y el propio Fred Astaire las rememoraba: «eran todas iguales, chico conoce chica, chico quiere chica, chico pierde chica y chico recupera chica». ¿El secreto del éxito?
Cuando vemos a Tarzán pelearse en el lago con el cocodrilo (una escena clonada en todas sus cintas primigenias), vemos que el cocodrilo es falso, sabemos que el cocodrilo es falso. Pero queremos creer que el cocodrilo es real y emocionarnos. Y Hollywood está ahí para ayudarnos a ello. Del mismo modo, la RKO diseñó una estructura que se clonaría en casi todas las nueve películas de la pareja, de la seminal Volando a Rio (Fying down to Rio, Thornton Freeland, 1932) dónde el duo fantástico no eran sino una pareja secundaria hasta Amanda, la paciente peligrosa (Carefree, Mark Sandrich, 1938) (sólo habría cambios en la última cinta, un biopic de una pareja de bailarines, La historia de Vernon e Irene Castle (The story of Vernon and Irene Castle, 1929, HC. Potter). En el grueso de ellas, y por supuesto en Sombrero de Copa, que vendría a ser la síntesis de todas ellas (las ya citadas y también The Gay Divorcee M.Sandrich, 1934; Roberta de William Seiter, 1935; Follow the fleet de Sandrich, 1936; En alas de la danza o Swing time de George Stevens, 1936; Ritmo loco o Shall we dance de Sandrich, 1937; Una señorita en desgracia o A damisel in distress de Stevens, 1937) se repite la misma estructura narrativa. De 1932 a 1939 Astaire conocerá repetidamente a Rogers, se enamorará (y ella también, ¿por qué ocultarlo?), la perderá y la recuperará en medio de increíbles pasos de baile. Del 32 al 39 serán escoltados por unos guiones que parecen plagiados pero que lucen un humor inocente, un ritmo efectivo y unas réplicas ingeniosas. También siguen esta flota una serie de secundarios impecables e imperturbables, Edward Everett Horton a la cabeza de todos ellos. Y, excepto en la última, serán guiados por la mano de un coreógrafo a menudo ignorado, Hermes Pan, en una serie de bailes que nos llevaban al cielo, fueran en solitario (Top hat), en duo (Cheek to Cheek) o en final apoteósico (Piccolino).
¿Es la seguridad de encontrar la misma troupe, el mismo bandwagon, lo que dio fuerza a las películas de Astaire y Rogers? Sin duda, la serialidad de las mismas captó un público determinado que podía no ser el mismo de las cintas de Busby Berkeley. Pero, básicamente, lo que atraía a los espectadores de una década tan dolorosa eran el Esplendor y la Opulencia. Aunque, como el cocodrilo de Tarzán, fueran de cartón piedra, el Rio, París, Londres y Venecia que aparecían en las sucesivas escenas, en las sucesivas películas, los grandes salones, las escalinatas de mármol o las imposibles atalayas atraían a las salas a un público necesitado de ver lujo y elegancia. Así, los sofás blancos y las cortinas, los chaques, los sombreros de copa o las mesas con candelabros acompañaban la sobrenatural armonía de los pasos de baile de Astaire. Así, las melodías de Irving Berlin flotan de una a otra escena, llevando al espectador por suites de hotel o teatros elegantes, dónde la suavidad de la danza de Astaire y Rogers se transmitía más acá de la pantalla.
En un mundo que estaba a punto de perder, definitivamente, la inocencia, ésta se mostraba con placer y con ilusión. Los musicales de Astaire, Top Hat en especial, transmiten este sedante placer de la música. El baile como arte y el Enterntainment en mayúsculas.