Tabú

La maldición de la isla

Volver a F.W. Murnau es siempre necesario. Y volver a Tabu: a story of the south Seas (1931) diría que es casi imprescindible. Aunque pudiera sonar a tópico, hay un misterio sin posibilidad de resolverse en las imágenes filmadas por el cineasta alemán en la isla Bora-Bora. Al ver de nuevo la película —la última vez que lo hice fue hace ya cinco años— no he podido evitar pensar en los misterios contemporáneos de otra isla, en este caso televisiva, que siguen fascinándonos del mismo modo que el pacífico sur supo seducir al genial  Murnau. Las islas continúan siendo islas, lugares remotos donde siguen ocultándose fuerzas sobrenaturales que desafían al hombre. Sin me perdonan el atrevimiento, hay una afinidad harmónica y muy salvaje al mismo tiempo, entre la isla de Tabú filmada por Murnau y la convulsa y mediática isla de Lost (2004-2010. ABC) creada por J.J. Abrams. Una conexión tan misteriosa como los relatos que a través de ellas se explican, y tan irresistible como demuestra la fuerza de su campo magnético, su conexión con el imaginario del espectador, su universalidad, en definitiva.

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Considerada por muchos como la última obra maestra del cine mudo, Tabú: A Story of the South Seas fue también la última película de su director puesto que murió la noche antes de su estreno en un accidente de coche en Santa Bárbara (EUA). Las circunstancias del siniestro, no totalmente esclarecidas, añadieron un plus de misterio no solamente a la película sino a la tortuosa personalidad del cineasta llegándose a relacionar su muerte con el hecho de haber roto las leyes de las divinidades indígenas durante el rodaje. Sea como fuere, lo cierto es que Tabú es la más romántica de las películas rodadas por Murnau y, seguramente, la más libre puesto que fue el primer proyecto (y el último) que concibió a través de su sociedad independiente y después que la Fox —con quien Murnau había trabajado desde su llegada a Hollywood en 1926— decidiera rescindirle el contrato en 1929.

Tabu: A Story of the South Seas también es fruto de otra circunstancia. Murnau requirió los servicios de Robert J. Flaherty para escribir y co-dirigir el proyecto aunque la colaboración se rompió por las enormes discrepancias en el modo de tratar a los habitantes de la isla. Mientras Flaherty luchaba por filmar la película siguiendo los postulados abiertos por el cine documental y respetando en la medida de lo posible las formas de hacer de los indígenas, Murnau consideraba que debía poner todos los elementos naturales al servició de su creación artística. Su objetivo principal era potenciar al máximo la expresividad de los paisajes y los personajes interviniendo sobre ellos si era necesario.

Murnau se salió con la suya aunque Flaherty abandonó el proyecto. El resultado: una obra hermosa y compleja, que narra con extrema pasión el destino de dos amantes separados por la voluntad de los dioses. La película está dividida en dos capítulos: El Paraíso, donde se describe la felicidad de los amantes en la aldea donde viven, y El Paraíso perdido, donde los amantes escapan de la isla para intentar esquivar los designios de los Dioses que señalan a la bella Reri como la «doncella sagrada» que no puede entregarse a ningún hombre ni a ningún tipo de amor terrenal.

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Es durante la primera parte que la película describe con sencillez y proximidad, aunque con cierta idealización, la felicidad de las sociedades indígenas. La cámara se convierte en cómplice de una celebración de los elementos naturales (el agua, la arena, las palmeras, los frutos,…) y de la forma de organización social ingenua y primitiva de los aborígenes, alejada de cualquier maldad. Hay en ese primer fragmento el espíritu de los primeros viajeros intrépidos, los primeros cineastas que viajaron a lugares remotos y exóticos para mostrar a la sociedad civilizada lo maravilloso de las formas de vida de los incivilizados.

Por el contrario, en la segunda parte, Murnau despliega toda su sensibilidad cinematográfica, su maravilloso trabajo con la luz y su capacidad de arriesgarse a través del movimiento de la cámara para narrar el descenso a los infiernos de los amantes, convertidos en fugitivos de una fuerza divina y sobrenatural de la cual finalmente no podrán escapar.  Refugiados en una sociedad civilizada, los amantes no encuentran un lugar para su amor y, finalmente, se cumple el designio de los dioses puesto que Reri es capturada por Hitu (el indígena encargado de vigilar a la joven) y Matahi, su amante, muere ahogado en su intento de liberarla. Hay, en este segundo episodio, dos fragmentos impagables que atestiguan el poder de las imágenes creadas por Murnau: el plano de los pies bailando en el bar del pueblo (algunos con zapatos, otros descalzos) que muestra el choque entre civilización y sociedad primitiva; y el fantasma de Hitu que se le aparece a Reri como una alucinación. Una alucinación que, no puedo evitarlo, me recuerda vivamente a los fantasmas que habitan en la isla de Lost y que continúan trasladándome en el tiempo a través de un viaje piramidal del cual el cine parece no poder escapar.