Antes de convertirse en un cineasta forzosamente poco prolífico —firmando un largometraje por década, en una singular periodicidad—, Carl Theodor Dreyer desarrolló a lo largo de diez filmes las bases de su particular estilo, que en un primer lugar, parecería jactarse de poseer la capacidad de transformarse a placer de una obra a la siguiente. Un factor que alcanza su punto álgido con la realización de La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, 1928) y la propia Vampyr, obras cumbre de este primer período creativo —que el propio Dreyer señalaba como sus verdaderas opera prima— y diametralmente opuestas en lo formal. Hay en estos dos filmes una particular sinergia creativa que en la colisión de sus planteamientos formales devienen resumen y promesa de toda su obra.
Vampyr surgirá de algún modo como reacción consciente a aquella; una respuesta asentada igualmente en un concienzudo trabajo sobre la imagen pero que conduce la película en una dirección completamente distinta. La abstracción minimalista, de austeros trazos de blancos y negros, que caracterizaba su Juana de Arco será sustituida por imaginativos y dinámicos planos de tonalidades grisáceas y una minuciosa (alucinada) recreación expresionista en escenarios naturales. La interpretación extática que hacía llorar a la Nana/Anna Karina de Vivir su vida (Vivre sa Vie. Jean-Luc Godard, 1962), será reemplazada por un, no menos epatante, realismo de vocación casi amateur. Finalmente, tras haber abordado un tema histórico, concreto y popularmente reconocido como es el juicio y posterior martirio de Juana de Arco, Dreyer aborda en Vampyr el género fantástico, renunciando a la narración en sentido estricto, abordando de modo muy libre el popular tema del vampirismo —según los escritos de Joseph Sheridan Le Fanu—.
En la primera escena de Vampyr, David Gray/Allen Grey, el extraño héroe de la película, llega a una posada del pueblecito de Courtempierre. Dreyer decide mostrar esta secuencia de apertura mediante un extraño montaje en paralelo, poniendo en relación dos acciones de, a priori, escaso peso dramático: la llegada de Gray a su habitación en la posada, y la espera de un campesino a ser recogido por el barquero del lago. La mirada de Gray sugestionada por el estudio de lo sobrenatural, como se nos advierte en el primer rótulo, condiciona la percepción de los acontecimientos. Todo posee desde este primer momento una enorme capacidad de sugerencia simbólica. El barquero se transmuta entonces en un particular Caronte y el campesino con su guadaña es la viva representación de la Muerte. La frontera entre las dos orillas de la laguna se pierde entre la niebla.
La primera noche en la posada llega cargada de extraños acontecimientos y es entonces cuando Vampyr se abre como un extraño sarcófago que contiene la esencia del cine que Méliès creyó ver en él: un mundo plagado de reflejos, ilusiones y fantasmagorías que trasciende su propia esencia —trucajes, efectos— para conducirse(nos) más allá. Sorprende observar como el meticuloso creador de puestas en escena de pureza y sobriedad extremas, da en este momento rienda suelta a un catálogo de imágenes chocantes e ingrávidas —reforzadas por la opacidad táctil de los grises extraídos por la cámara de Rudolph Maté— en las que una serie de presencias misteriosas nos conducen de una escena a otra en un puro placer estético. Hay algo de primitivo y anacrónico, de moderno y amateur a un tiempo en Vampyr que fascina hoy como pudo hacerlo en su momento, estableciendo extraños lazos que conducen de Méliès y Murnau a Lynch y Trier.
En la secuencia final un nuevo montaje paralelo conduce triunfantes a Gray y Gisèle, caminando entre la niebla, de nuevo hacia la otra orilla del lago, mientras que la noche deviene día y la blancura de la niebla se confunde con la de la harina que ahoga definitivamente al Doctor, la encarnación del mal. La maquinaria se detiene. Poco antes, una (otra) resurrección. Léone, la hermana de Gisèle, herida por la mordedura del vampiro, levanta su torso postrado en la cama y exclama con la mirada perdida: «Me siento fuerte. Mi alma ya está libre». Los milagros, en el cine de Dreyer, abundan.