Gigante

Amor en el hipermercado

Cuando el amor llega así, de esa manera, uno no se da ni cuenta. Eso dicen algunos para los que conseguir, sentir, padecer, recibir u obtener amor es  pan (vuestro) comido en sus acciones vitales de cada día. Los que somos menos guapos, más gordos o no cantamos tan bien, lo tenemos más  jodido para que no nos jodan por joder. De siempre ha sido así, de toda la vida de dios (que no existe, así que imagínate su vida), como me lo enseñaron a mí.

Luego ya están las tácticas de cada cual. Yo, por ejemplo, utilizo la palabra y una actitud a veces demasiado altiva. Y el humor. Otros son empalagosos o pesados. Algunos usan Internet para relacionarse con sus iguales. Otros son ratas del trabajo o de la biblioteca o de los bares de las estaciones de autobuses. Luego está el Meetic, Vanessa (19 años, estudiante, alto standing, escort) o la mano que, en lugar de mecer ninguna cuna, se agarra con fuerza y ritmo al sentido de la vida de cada cual. Algunos ya pasan. Otros no llegan.

Después está lo de la cámara de seguridad. Cruel metáfora de la vida y las otras cosas. Blanco y negro sin pulir de colores sin apreciar. Sonido inexistente de no saber ni escuchar ni oír lo que nos incumbe o nos circunda. Visión cenital como la de los dioses que creemos ser, controlando nuestros propios actos y los de nuestras criaturas. Monitor pequeño que mengua ante nuestra diminuta conciencia de ser gigantes. Contra ruedas de molino o contra molinos de viento. Contra nosotros mismos

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Contra todos. Contratos. El trabajo: Un hombre grande, gordo, no muy guapo y sin demasiadas habilidades sociales se enamora de una compañera mientras trabaja (él vigila, ella limpia). Ella tampoco es que sea  muy guapa, roba leche en polvo (o yogurt, lo mismo es) y está tan sola como el que la vigila. Los rituales del cortejo se reducen a una única parte de los elementos de la comunicación. Signo de nuestro tiempo, significante y significado del absurdo. El vigilante jurado desarrolla su enamoramiento en soledad, en el silencio cómplice del que no sabe muy bien que es lo que ha de decir.

Como una Amelie de 130 kilos, Fabián (enorme Horacio Camandule), cambia la vida de los demás para cambiar la suya, pero con un realismo demasiado prosaico como para ser mágico. Adrián Biniez se amarra a esa realidad para que no cojamos demasiado vuelo (un supermercado no es el mejor lugar para criar a un pájaro). Su concepción del espacio se nos antoja realmente brillante tanto en la utilización del circuito cerrado de cámaras (en un lugar también cerrado y con forma de circuito) y unos exteriores lineales y al mismo tiempo laberínticos en su repetición ritual de recorridos (el locutorio atestado de obstáculos con formas de ordenador, la casa de Fabián, inhóspita y siempre con sonidos desagradables hasta que se impone el silencio de las cintas grabadas, las calles nocturnas de Montevideo llenas de boliches, peligros y fainá).El que la sigue la consigue, debe pensar Fabián, aunque la perseguida no se percate de lo que tiene a sus espaldas.

¿O sí? La escena del otro supermercado, más pequeño y donde ya no están trabajando, cuestiona de manera impecable toda la película con un pequeño detalle. Ella ve a su perseguidor en la pantalla del pequeño establecimiento y sonríe como conociendo de qué va el asunto. Eso explicaría los coqueteos en soledad (sus miradas, su forma de andar, su torpeza, su repeticiones) y acompañada (el frutero del supermercado, el gordito que ha conocido en Internet). Eso podría hacernos pensar que ella es la que se pone delante cada vez que quiere que el juego comience. Como un gato y un ratón en un hotel de 5 estrellas, el vigilante y la limpiadora hacen del supermercado su París particular donde la Torre Eiffel está hecha con cajas de zumo y el Sena es el pasillo de los congelados.

Y es que el amor es complicado aunque pueda acabar bien y los personajes no sean Jennifer Aniston y otro tío. El amor está por encima del cine de autor como ya comprendieron Kaurismaki, Paul Thomas Anderson o Gondry (por hablar de comedias raras de amor raro) y por eso Biniez,  en lugar de arrimar el ascua a la sardina de lo tragicómico o de lo incomprensible de cierto cine (argentino) parecido en sus silencios y en su carácter contemplativo, sabe relativizar la importancia del conflicto, de lo trágico y de lo dramático alejándose tanto de la impostura como de las imposiciones de la moda cinematográfica. Una comedia metalera no tiene porque entrar en esas movidas porque no las necesita. Le sobra con un supermercado, un corazón que late, otro que no deje de latir y un solo de batería.