Desde la ciudadad catalana nuestros enviados especiales Sergio Vargas, Beatriz Martinez y Manuel Ortega nos cuentan los entresijos de un festival que por fin ha recuperado su denominación original… de cine fantástico. En total son 8 volúmenes repartidos en dos partes: a continuación los cinco primeros. La segunda entrega contiene un resumen del palmarés y el resto de crónicas.
Volumen 5: Las dos caras sin moneda
Cuando tienes cosas que hacer a veces uno crece en un momento. No hablo de ninguna relación sexual ni de ninguna otra vivencia que se le parezca, más bien sobre los compromisos adquiridos, las deudas contraídas y otras putadillas acompañadas de adjetivos ad hoc. Básicamente que este festival para mí dura los tres días de un largo fin de semana (+ lunes) anteriores a sumirme en mis quehaceres remunerados y obligatorios. Compromiso, obligación, sustraer, etc. Y me lo estaba pasando tan bien que quizá vuelva antes de que acabe. La despedida fue insuperable. La cena de muchos amigos de Miradas fue divertida y acabamos compitiendo entre nosotros con cervezas, futbolines y billares. Como cualquier revista que se precie. Pero vamos al turrón. En este volumen hablaremos de las dos caras que a veces tienen los protagonistas de lo que se ve o no. La de Sophie Marceau que se convierte en la de la Belluci, la de Nicholas Cage cuando se pone serio o se pone hasta el culo, la de los dos hermanos protagonistas de Deliver us from the evil, una especie de Abel y Caín en la Dinamarca profunda, y la de los niños, que son hijos y no, de una Elena Anaya perdida en dos (también) islas de Canarias.
Ne te retourne pas, de Marina de Van (Francia y otros, 2009). SOF Competición
Afrontar el problema de la identidad desde el planteamiento genérico (sea cual sea) siempre nos ha reportado títulos curiosos que transitaban con rara facilidad del divertimento lúdico al puzzle filosófico de enjundia y pedigree. Cuando ese tema era mostrado desde unas perspectivas más académicas, rigurosas o autorales lo de la facilidad y lo raro daba pasa a un cine más cercano a la tesis que no tienen demasiado que ver con lo cinematográfico si no es rodado por un genio (Bergman o algo así), por su propia antitesis. La segunda película de Marina de Van es un poco una mezcla de las dos cosas, pero siendo mucho más interesante cuando se encamina al terror puro (o al thriller interior) que a la introspección psicologista de tener que explicarlo todo. El arranque es excepcional (de lo mejor que he visto en Sitges) ya que consigue mantener una incómoda tensión que se va haciendo insoportable según va transcurriendo la mutación que convierte a Sophie Marceau en Monica Belluci ya para siempre. La transformación está tratada como si de una película de terror antigua se tratara, mientras los cambios que se producen alrededor están rodado de una manera tan malsana que a ratos recuerda al Polanski más libre (chiste fácil) o al Haneke preso de un guión que le haga no ponerse demasiado puesto. Luego se esfuma el misterio (una pena) pero no ni la elegancia ni la coherencia ni la brillantez de una puesta en escena que siempre está llena de ideas que, incluso en los momentos más bajos de la película, la hacen estar por encima de casi todo.
Bad Lieutenant: Port of Call New Orleans, de Werner Herzog (EE.UU., 2009). SOF Panorama
Si tuviera que encerrarme en una villa romana con Ferrara o con Herzog no sabría a quién elegir. Seguramente me divertiría pero de dos maneras diferentes. Indudablemente me enfadaría pero de dos formas distintas. Pero si tuviera que decantarme por uno solo, bajo la amenaza de que me encerrasen con Almodóvar y Coixet juntos, elegiría la locura permanente de Herzog antes que la transitoria de Ferrara. Elegiría antes a Nicholas Cage sin tomarse en serio que a Harvey Keitel tomándose por la reencarnación de un Jesucristo con ganas de venganza y de mandanga. Elegiría mejor la libertad de homenajearse a sí mismo que la atadura de tener que reivindicarse en los demás (Schrader mediante). Porque la aproximación que hace Herzog, además de excéntrica y divertida, va más allá de la lectura religiosa y atormentada de bajada a los infiernos de un mártir, llega mucho más lejos de lo que llegan la moral, la ética y la dignidad de cada uno. Llega tan lejos que, olvidados esos impedimentos propios, alcanza la locura primigenia de ser adicto a ser adicto, a tener una voz única cada vez que articula una nueva palabra. A trascender de manera humilde. Teniente corrupto de Herzog no es una película perfecta, quizá no sea ni tan siquiera completa, pero lo que sí es memorable como pocas.
Deliver us from Evil, de Ole Bornedal (Dinamarca, 2009). Noves Visions
El cine danés es tan grave que a veces se olvida de ser agudo. Por eso normalmente uno es superado por tanto corazón incandescente, tanta alma desaforada y tanto niño (o viejo o animal indefenso o mujer embarazada o poeta simbolista) muerto o gravemente enfermo. Por tanto tachón sin tacha, por tanto subrayado sin tinta. Por tanto tantísimo tanto. Ole Bornedal es danés de Dinamarca y eso tiene que ser como ser futbolista brasileiro de Brasil. Algo a superar, algo con lo que saber convivir. Por el esfuerzo y por la consistencia, Bornedal consigue que su película tenga algo que la sublima por momentos y que la hace ir a parar a una cuneta de la carretera ya transitada por otros otros. Es maniquea pero guarda algo de honestidad en sus pliegues, es tremenda pero una corriente interna de humor extraño le confiere mayor frescura entre tanto frío. Los actores como siempre en este tipo de películas son buenos y saben lidiar con unos papeles que más que confeccionados con estereotipos parecen estar escritos por un mono no demasiado leído.
Manuel Ortega
Hierro, de Gabe Ibáñez (España, 2009). SOF Competición
Resulta complicado dentro del cine español encontrar una ópera prima marcada por una fuerte personalidad que sea capaz de aportar una mirada diferente a los clichés más comunes con los que se suele construir el género de intriga o misterio. El thriller patrio suele arrastrar una serie de tópicos que impide que, en la mayor parte de los casos, pueda considerarse como un ejercicio de estilo más allá de lo rutinario de sus planteamientos y, sobre todo, de sus aspiraciones. El director Gabe Ibáñez ha conseguido lo primero, es decir, que su primera película tenga una espectacular potencia visual que la convierten en una obra de factura técnica impecable, aunque arrastre ese mal endémico que sigue planeando por buena parte de nuestro cine que consiste en perderse en sus intenciones. En este caso, la anécdota narrativa es demasiado pequeña como para conformar las bases del thriller desasosegante y misterioso que hubiera pretendido ser, de manera que la forma termina engullendo al fondo, las imágenes sobrepasan a la historia y la atmósfera oprime a un relato que no sabe crear el suficiente enganche emocional para que a través de la superficie lleguemos al interior, al alma del film. A pesar de ello, Gabe Ibáñez sabe imprimir una fuerte carga atmosférica a una experiencia que parece querer ser más sensitiva que claramente narrativa, más subconsciente que consciente, y todo ello gracias a un trabajo impecable en el uso de los espacios físicos y naturales (también de los paisajes mentales) en los que transcurre la historia de una mujer (una espléndida Elena Anaya) que pierde a su hijo durante un viaje en ferry a la isla de Hierro, momento a partir de cual la naturaleza será determinante para que nos adentremos en un universo que revelará su vertiente más siniestra y en el que los miedos y las inseguridades de la protagonista conseguirán que la realidad se deforme hasta convertir el relato en una pesadilla que, aunque bien engarzada, debería haber conseguido alcanzar mayores cotas de sugestión. A pesar de estas irregularidades, Hierro confirma a Gabe Ibáñez (que hasta ahora se había movido en el terrreno publicitario) como un director prometedor que, si lima algunos efectismos y pule ciertos elementos pseudo poéticos innecesarios, puede llegar a desarrollar una interesante carrera en la que seguir indagando en esa visión del cine que hace tan particular esta su primera película.
Beatriz Martínez
Volumen 4: (des)Fases
Viendo Valhalla Rising se tiene la sensación de que resume con clarividencia lo que es acudir al festival. Seis capítulos que no recuerdo bien para doce extensos días, donde uno pasa de la IRA (el primer encontronazo con las personas de prensa), los HOMBRES DE DIOS (rogando para que la programación de las primeras jornadas no nos provoque un colapso mental), el INFIERNO (las kilométricas caminatas hacia el Auditori a las 8.00 am para ver esa película que ya se te olvidó), y termina en el SACRIFICIO (la pérdida de peso debida a las maratonianas peregrinaciones entre salas, el agravio económico tras las obligadas visitas al BocaPans, las discusiones telefónicas causadas por la dilatación temporal en un entorno donde los días duran 48 horas). Sitges es extenuante, sí, pero nos gusta y es imposible no regresar cada año. Pero a lo que vamos, cuarto volumen.
TiMER, de Jac Schaeffer (EE.UU., 2009). SOF Competición
¿En qué momento el (mal) uso de la tecnología comenzó a dejar de facilitarnos la vida, para impedir realizar las funciones para las que hemos sido concebidos? Si una película como Los sustitutos ya apuntaba el desatino social de pérfidas herramientas como Second Life, la joya oculta del festival, TiMER, se descubre como una osada parábola sobre como el ser humano confunde comodidad con negación, y desarrollo con retraimiento. La excusa es un brazalete electrónico implantado en la piel que a través de una serie de señales biológicas nos advierte del momento (en clave determinista) en el que conoceremos a nuestra media naranja. La forma es una (tragi)comedia indie que parece inofensiva pero que hace mucho daño. El engaño es que nos gustaría poner fuera lo que hay que asumir como propio. La verdad es que el camino hacia el amor empieza por conocerse a uno mismo. Lo peor es que antes sufrimos justo lo contrario: un bochornoso cortometraje que refleja una vez más que el (falso) feminismo sigue creando monstruos. Para todo lo demás, TiMER parece no decir mucho pero está impregnada de una honda melancolía y de una sensibilidad especial para llegar adonde no llegan los rayos X: una resonancia magnética del amor y de lo que todos queremos de él. Una propuesta que disfrutarán más los que saben que la vida es siempre más importante que el cine.
The Horseman, de Steven Kastrissios (Australia, 2008). Midnight X-Treme
Prometo que algún año me dedicaré sólo a la vida nocturna de Sitges para meterme entre ceja y ano toda la sección de Midnight X-treme, reducto solitario y pajeril de una forma cada vez más desclasada de vivir el Festival. En esta ocasión, tuvimos el placer de degustar The Horseman, una serie B que resume el espíritu de la sección: obras cuya sencillez conceptual deriva en una depuración agradecida del género. Así, en el film de Kastrissios, el esqueleto es tan nítido que las disquisiciones morales surgen en ocasiones sin pretenderlo. La venganza de un padre contra aquellos que participaron en la porn movie protagonizada por su hija fallecida, se revela como una intensa y brutal road movie, despojada de los dilemas éticos de, por ejemplo, Princess, del danés Anders Morgenthaler. Kastrissios parte de un presupuesto bajísimo, hilvana una sólida trama con desconcertante humildad, aprovecha la suciedad del digital para enfatizar la anonimidad de la historia, y convoca a unos actores amateurs en unos escenarios tan mal fotografiados que desprenden un naturalismo atroz. Ni rastro de sordidez de celuloide, ni de tortuosos juegos sexuales. La industria porno de The Horseman no es la de Asesinato en 8mm: es la que hace tu vecino con su prima que quiere pagarse unas rayas o la universidad. Horror verité como en las pelis de los 70 al que solo podemos achacar un exceso de acción coreografiada que, creemos, pretende servir como esforzada carta de presentación.
Valhalla Rising, de Nicolas Winding Refn (Reino Unido, Dinamarca, 2009). SOF Panorama
Para aquellos que admiramos la complexión del macho, para Rubén Romero, para Steve Reeves y Mel Gibson, el cine de vikingos nos reconcilia con una cierta estética del cuerpo masculino, y por tanto, de su alma; una ascesis muy corpórea que aprehende lo trascendente a través de la mortificación de la carne. Porque no hay más libertad que la desnudez aunque yo la disfrute más en la intimidad. Así quiere entenderlo Nicolas Winding Refn, que ha intentado con Valhalla Rising redimirse del espíritu cool de Bronson despojando a su obra de tics formales y sodomías estéticas, apelando a la síntesis del lenguaje, y a la comunión entre hombre y naturaleza. El tejido de su film es la concatenación de imágenes de una innegable fuerza visual, el montaje orgánico, y seis capítulos para ilustrar el periplo de un grupo de salvajes embarcados dentro de la misión de propagar el catolicismo, en lo que será el crepúsculo de una estirpe. Winding Refn es un creador ambicioso, y nos gusta. Se toma las cosas con calma y prefiere hacer daño al público antes que enardecerlo. Evita los aplausos provocados por la sangre y convoca el aturdimiento colectivo mediante la liturgia de la imagen y los guitarrazos sonoros. No obstante, su conexión con la espiritualidad reclama más intuición y menos afección. Le faltan lecciones (que no se aprenden) con Malick y Grandieux, pero afortunadamente su propuesta vive en el cine y sus fotogramas se retuercen con nervio en la memoria.
Roberto Alcover Oti
Mr. Nobody, de Jaco Van Dormael (Bélgica y otros, 2009). SOF Competición
Hacía trece años que el director de origen belga Jaco Van Dormael había permanecido alejado de las pantallas tras el que fuera su último film hasta la fecha, El octavo día. Ahora, dieciocho años después de su ópera prima, regresa con Mr. Nobody, su película más ambiciosa (proyecto internacional, actores americanos, rodaje en inglés) que, de alguna forma, se acerca al espíritu de Totó, el héroe para crear entre ambas un torbellino de conexiones sinápticas a través de una serie de obsesiones que han marcado la totalidad de una carrera que, con tan sólo tres títulos, podría considerarse como una de las más originales dentro del panorama del cine europeo. Si en Totó, el héroe era el azar el que condicionaba la vida de los personajes, en Mr. Nobody no será el destino el que actúe como fuerza catalizadora, sino el propio poder de decisión del protagonista, Nemo Nobody. Y es que cada decisión que tomamos en nuestras vidas puede llevarnos a un lugar diferente; pueden hacernos felices o infelices, pueden causarnos dolor, que nos enamoremos o estemos solos para siempre, que seamos, al fin y al cabo, de una u otra forma. A partir de esta premisa, Van Dormael despliega todo su poder imaginativo para orquestar una odisea de ciencia ficción en la que se mezclan la creación de mundos tanto interiores como exteriores, abarcando todo ese abanico de posibilidades, de mundos probables que un hombre puede vivir a lo largo de su existencia. Solamente podemos tener una vida pero… ¿cuántas podemos imaginar?
Todas las obras de Jaco Van Dormael parecen desprender un aroma a fantasía, a fábula acerca de la condición del hombre en el paisaje inhóspito y hostil que le ha tocado vivir y en el que no termina de sentirse integrado. En Mr. Nobody se encuentran aglutinadas todas las señas identificatorias del director, todas sus marcas expresivas, sus juegos narrativos a través de diferentes niveles expresivos, su particular cinética espacio-temporal y la importancia de la infancia como el eje iniciático sobre el que trazar todas las demás líneas argumentales que, parten de un flash back en voz en off que se encargará de contar el propio protagonista antes de su muerte. Su visión retrospectiva hace que los recuerdos cobren una especial importancia, de manera que existe una imbricación entre el subconsciente, la realidad y el mundo de los sueños, todos ellos elementos que nos remiten a las raíces de la tradición del cine surrealista belga y que contienen reminiscencias de herencias como el germen poético de Jacques Prévert o insinuaciones más modernas como el lenguaje del cómic o del videoclip. Mr. Nobody es una obra libre y anárquica, tan bella en algunos instantes como pretenciosa y excesiva en otros, cálida en los momentos íntimos y desmesurada en los planteamientos más abarcadores. Es un juego de dimensiones arrebatadoramente romántico, pero también de una tristeza insondable que nos atrapa en de un viaje alucinatorio dentro de las posibles vidas de un hombre que termina no siendo nadie.
Beatriz Martínez
Volumen 3: Una de cal y otra de arena
Los días van sucediéndose aquí en Sitges con la típica sensación de aturdimiento que provocan los festivales. Por esa razón cuando uno hace recuento de las películas que ha ido viendo a lo largo de los días, se tiene una sensación de acumulación y también de distancia, ya que resulta imposible que cada una de ellas ocupe el lugar que merece en nuestras memorias. Sin un verdadero orden cronológico, iremos durante las jornadas restantes haciendo recuento de los filmes que se han ido presentando dentro de la programación de un festival que año tras año demuestra tener un cargamento de artillería pesada con el que engancharnos a través de los mejores (y los peores) filmes de género de la temporada.
La huérfana, de Jaume Collet Serra (EE.UU., 2009). SOF Panorama
«A Esther le pasa algo». Así reza el material promocional de la última película de Jaume Collet Serra, La Huérfana, la confirmación definitiva de que nos encontramos ante uno de los valores más prometedores dentro de la industria de cine norteamericana en la que definitivamente parece haberse asentado tras el éxito de taquilla que supuso su primer film La casa de cera. Pero… ¿qué le pasa a Esther? Eso es precisamente lo que iremos descubriendo a lo largo de uno de los metrajes más tensos, entretenidos e inquietantes de la temporada. La huérfana es una modélica película de terror y suspense en la que se cuestiona los cimientos de la institución familiar media americana y muchos de los valores sobre los que se suelen asentar las bases morales de nuestra sociedad actual. A través de un fino humor negro y una excepcional capacidad por parte del director de manejar todos los resortes de una historia que sorprende en cada uno de sus vericuetos argumentales, nos introducimos en el proceso de descomposición de la familia Coleman a partir del momento en el que deciden adoptar a una niña (Isabelle Fuhrman, uno de los iconos monstruosos del festival) que se encargará de ir poco a poco enturbiando las relaciones entre los miembros, como si de una especie de cáncer maligno se tratara, hasta erigirse en un ángel exterminador capaz de destruir todo lo que se interponga en el camino de sus verdaderas intenciones. Magníficas interpretaciones y una dirección elegante y meticulosa (sin necesidad de alardes excesivos) para uno de los hits indiscutibles de esta edición.
The Hurt Locker, de Kathryn Bigelow (EE.UU., 2008). Sesiones Especiales
Teníamos muchas ganas de ver la última película de Kathryn Bigelow, ausente de las pantallas tras el fracaso comercial que supusiera la irregular K-19: The Widowmaker (2002). En esta ocasión, la aguerrida directora vuelve a recuperar el pulso con The Hurt Locker, en la que se introduce en el conflicto bélico de Irak para narrar las vicisitudes de un comando de artificieros encargado de desactivar bombas en territorio ocupado. Resulta interesante comprobar como buena parte de los directores contemporáneos se acercan a las diversas caras de la guerra para ofrecernos una visión poliédrica de las atrocidades, la sinrazón y la devastadora desolación emocional que ésta provoca, como es el caso de Brian de Palma con Redacted (2007) o de Paul Greengrass en la próxima Green Zone (2010). Bigelow disecciona con una meticulosidad casi de carácter ritual cada una de las acciones que conforman el devenir cotidiano de una serie de personajes que han de librar cada uno su propia batalla interna dentro de un infierno de polvo, sudor y enfermedad moral. The Hurt Locker es un mecanismo de relojería que funciona con la perfección de un artefacto que parece querer explotar en cualquier momento. La directora realiza un magistral uso de la tensión ambiental a través de una cámara incómoda que capta cada uno de los movimientos tanto físicos como sensitivos de los personajes: el miedo, la impotencia, la obsesión, la ira y la rabia, dentro de una atmósfera desasosegante y teñida de horror. Cada una de las desactivaciones por parte del comando se convierten en set pièces de magistral ejecución formal que nos devuelven el lado más físico y menos psicológico de la guerra, aunque sea el interior de cada soldado el que termina marcado irremediablemente por las atrocidades de las que son testigos. Absorbente, cien por cien masculina y abierta a la reflexión ideológica.
Splice, de Vincenzo Natali (Canadá, Francia, EE.UU., 2009). SOF Competición
Vincezo Natali, el que fuera uno de los niños prodigio de la ciencia ficción gracias a claustrofóbica Cube (1997) ha venido a Sitges a presentar su nueva criatura, Splice, en su estreno mundial. Si las matemáticas eran el germen sobre el que se sustentaba su ópera prima, en Splice se introduce en el mundo científico y en los peligros de los avances genéticos modernos y los dilemas éticos que estos pueden provocar. Pero Splice es sobre todo película acerca de la creación de monstruos, tanto aquellos que adquieren su deformidad física de manera externa como los que la atesoran internamente a través de un exceso de ambición y egoísmo tanto a nivel laboral como personal. La improbable pareja de investigadores encarnada por Sarah Polley y Adrien Brody, tras experimentar con la clonación y el genoma humano, conciben una extraña criatura que se convertirá en el tercer vértice de una pequeña familia un tanto disfuncional. Sin embargo Natali no es capaz de manejar equilibradamente las piezas con las que juega. El resultado es una película hortera, un subproducto de serie B contado a través de las ambiciones de un director que debe pensar que tiene entre sus manos una gran historia que contar. Si bien es cierto que Splice es dinámica, también lo es que es previsible. Pero lo que menos nos gusta es precisamente el eje que la sustenta, es decir, el propio monstruo, su proceso de aprendizaje (con su ridículo vestidito azul) y sus conversiones en crisálida cachonda intentando seducir al incauto de Adrien Brody (que, todo hay que decirlo, este chico no va por buen camino). Al menos, Species, Especie Mortal (1997) tenía bastante más gracia y menos pretensiones.
Tetsuo: The Bullet Man, de Shinya Tsukamoto (Japón, 2009). Sesiones Especiales
El director nipón Shinya Tsukamoto ha aterrizado en Sitges con la espera tercera parte de su mítica saga Tetsuo, una puesta al día de los postulados estéticos y filosóficos que dieron lugar en su día a una indiscutible cult movie que todavía hoy sigue teniendo plena vigencia. Pero… ¿qué es realmente lo que sigue manteniendo su validez? ¿El impacto creativo que ya de por sí tenía la primera parte o las cuestiones de fondo que en ella se planteaban? Y es que Tetsuo: The Bullet Man es un calco milimétrico de todo aquello que nos gustaba del film originario pero, claro está, sin su poder de impacto inicial. Eso sí, la fuerza de persuasión visual sigue manteniéndose intacta. Tsukamoto nos vuelve a introducir con sus imágenes en el universo de la autodestrucción a través de una cámara hiperactiva que escupe los fotogramas como si fueran los disparos de una ametralladora. La convulsa transformación de un hombre en arma humana tras generar en él el odio por el asesinato de su hijo, será el punto de partida (esta vez narrativamente explícitamente explicado, lo que quizás le reste algo de encanto al film) que utilizará el director para sumergirse en el universo tortuoso de la carne convertida en máquina de matar a través del rugido ensordecedor que provoca la furia. Rodada con presupuesto cero, en Tetsuo: The Bullet Man se encuentran todas las señas identificativas de Tsukamoto, una marca de fábrica que sigue pareciéndonos todavía hoy de lo más osado que nadie se atreve a hacer en cine.
Beatriz Martínez
[REC]2, de Jaume Balagueró y Paco Plaza (España, 2009). Inauguración
Tras el aluvión de críticas que han venido a considerar [REC] 2 la mejor secuela de la historia del cine después (o incluso antes, por qué no) de El Padrino II, nos produce cierta congoja disentir y no tacharla sino de subproducto derivativo y apresurado. Aunque no queda otra si soslayamos chovinismos regionalistas, amistades peligrosas, síndromes de Estocolmo, peros en sordina y demás enfermedades tan peligrosas para el patio de vecinos que constituye el gremio crítico como la misteriosa infección que amenazaba a periodistas y bomberos en [REC], y pone ahora en jaque a un equipo de operaciones especiales y unos críos que se cuelan en el inmueble maldito como Pedro por su casa; decisión argumental esta última que delata hasta qué punto el rigor falsamente casual que presidía la primera entrega ha dado paso a un posibilismo mercenario poco disimulable. Pero hay más: la sustitución caprichosa del estilo telerreal por el de los videojuegos, que siempre habrá quien hable de renovados paradigmas narrativos. La reaparición de personajes conocidos como guiño tan cómplice como estéril a la platea. Y una idea, no continuar la acción allí donde acababa la de [REC] sino simultanearla con aquella, saqueada directamente de la saga Saw. A una saga, precisamente, es a lo que aspiran Paco Plaza, Jaume Balagueró y Filmax. Tan pronto como en [REC] 2 se perfila a qué irán renunciando para ello en términos cualitativos.
Diego Salgado
Volumen 2: Todos los raros
Volver a Sitges es volver a tu segundo pueblo. Casi todos tenemos el nuestro, el de nuestras madres, el de nuestros suegros políticos o el del espíritu de los veraneos pasados, presentes y futuros. Todos los raros (cuando no estamos en un concierto de John Boy) estamos del Auditori al Retiro del Retiro al Prado y del Prado al Auditori. Y así o no y todo el rato. Qué bien que los raros también son gente guapa y simpática y compartir bocadillos infames, cafés hirviendo o cañas a la carrera es un placer como discutir si la griega no sé qué, si la de Marina de Van tal cual o si Teniente Corrupto pascual. Que si hay menos gente, que si ya no quedan entradas, que si la organización patatín. Que si la competición (esto es, la sección oficial) patatán.
Grace, de Paul Solet (Canadá, 2009). SOF Competición
Para muchos la gran patata del festival. Para otros una sorpresa agradable camuflada en una ingente colección de cosas que no lo son tanto. Yo pertenezco al segundo grupo pero a lo justo (en la doble acepción de la palabra) y tampoco tanto que luego se me nota y la gente comenta. Pero sí, yo la esperaba como sangre de octubre en Sitges porque el argumento (variante esquizoide de A l’interieur —Alexandre Bustillo, Julián Maury , 2007—) y el trailer hacían esperar otra (y van pocas) reflexión terrible sobre los lazos animales de la presunta llegada a la humanidad de lo humano desde lo humano para lo humano. Una chica empeñada en parir a un infante difunto dentro de un mundo que le desmorona de pronto es un punto de partida que nos invita a partirlo todo y mirar con los ojos atentos. El problema es que como todo cortometraje alargado parece un cortometraje alargado y eso hace que sus estrías afeen un producto con un atractivo innegable basado en un planteamiento original y una actitud irrepochable a la hora se de ser consecuente con la falta de concesiones de una historia atroz, sanguinaria y fraternal. Una lástima que la puesta en escena y la utilización de los recursos cinematográficos no están a la altura, sumiendo a Grace en una precariedad patente que por momentos roza un amateurismo poco riguroso con su ambición.
Musashi, de Toshihiko Nishikubo (Japón, 2009). SOF Competición
Y si precaria era por momentos Grace, ¿qué decir de Musashi: The Dream of Last Samurai? ¿Intentaremos, por una vez aunque sea, buscar algo positivo en el desierto de las malas elecciones? Porque sobre todo la película japonés es una mala elección, por indecisa y por absurda dentro de un festival que presume de cine, de fantástico y de Cataluña (¿por qué se traduce sólo al catalán lo que se dice en otros idiomas?¿de verdad que es que no se dan cuenta de lo contraproducente de su acción?). Documental de animación que tiene más que ver con El libro gordo de Petete japonés que con Vals con Bashir (Ari Folman, 2008), escrito con su habitual falta de equilibrio por Mamoru Oshii y animado por una alguna tercera división de alguna segunda división, Musashi naufraga cuando se toma demasiado en serio su fisonomía de Encarta 2.0 y deja que su verborrea inútil se convierta en serios intentos de trascender. Casi nada es aprovechable en esta película. Quizá lo que pudo haber sido y definitivamente no fue. Ni será.
Celda 211, de Daniel Monzón (España, 2009). SOF Panorama
Yo soy fan de fanático de John Carpenter gracias a los escritos de Daniel Monzón en aquella Fotogramas de finales de los ochenta, principio de los noventa, que apuntaló con tinta mi cinefilia principiante. He intentado que su obra me gustara porque a él le sentía parte fundamental de lo que escribo sobre cine. Pero no había manera, chico. Y mira que lo intenté… Hasta que Carpenter volvió a cruzarse en su camino en esta vibrante película carcelaria que haría las delicias de Napoleón Wilson y de cualquiera con predisposición y sin prejuicios. Celda 211 es un filme atrevido, directo, sin contemplaciones e inteligente, con muy pocos vicios y muchas soluciones de puesta en escena (y guión) que parecen proceder de otro país con más tradición en motines y cine. Su esquema es sencillo pero el desarrollo inunda de aristas y cuchillas afiladas un discurso que no se deja acobardar ni por los tradicionales miedos del cine español (el público es más inteligente que los productores, divididos en dueños de puticlubs de fútbol o egos edificables) ni de su sociedad (el tratamiento que hace sobre la delincuencia, ETA, los funcionarios de prisiones y el lumpen irreciclable no tiene parangón en ninguna otra propuesta de nuestra presunta sociedad del bienestar y su libertad de (in)formación). Una sorpresa consecuente y radical que empieza como una buena idea y termina como Fantasmas de Marte (Ghost of Mars, John Carpenter, 2001).
Manuel Ortega
La condesa, de Julie Delpy (Alemania, Francia, 2009) SOF Competición
La historia de la condesa de Báthory ha sido objeto de diferentes adaptaciones cinematográficas y dado lugar a un buen número de textos literarios en los que se ha intentado ahondar en la naturaleza de esta mujer obsesionada con el paso del tiempo y la progresiva decrepitud de su belleza. La actriz y directora Julie Delpy se introduce en la piel de Erzsébet Báthory delante y detrás de la cámara para realizar un tratamiento del personaje menos mítico y más humano (siguiendo las líneas probablemente del libro de Valentine Penrose, La condesa sangrienta) relativizando alguno de los clichés a través de los cuales ha pasado a la historia para realizar una dura crítica a la imposición del poder masculino dentro de una sociedad en la que la mujer únicamente podía aspirar a la categoría de consorte siendo incapaz de llevar las riendas de su propia vida. Quizás sea ese enfoque de sutileza femenina el que prevalezca en una cinta sombría y áspera, que prefiere ahondar en las motivaciones emocionales de la protagonista antes que recrearse en el morbo de los asesinatos de doncellas vírgenes por los que ha pasado al imaginario fantástico como una figura tan aberrante y monstruosa como atrayente y fascinante. July Delpy consigue con su segunda película como directora una pequeña pieza de cámara sobria y desnuda, de una cromaticidad de negro sobre blanco, en el que predominan los elementos más básicos y neutros de una puesta en escena de una pulcritud monacal en la que los entramados cortesanos y los secretos de alcoba se sufren en silencio o se susurran sutilmente al oído. Quizás por su falta de estrépito la película no ha sido lo suficientemente valorada en un festival en el que a veces sólo parece que importe la cantidad de hemoglobina que pueda generar la pantalla, sin importar el buen gusto o la delicadeza con la que esté confeccionado un film que, en este caso, cuenta además con una magistral interpretación a cargo de Julie Delpy, quizás, la mejor de toda su carrera.
Beatriz Martínez
Volumen 1: Reencuentros
Un año más nos encontramos en Sitges, recorriendo su calle principal del Auditori al Prado y al Retiro y viceversa (este año la sala Tramuntana ha desaparecido), con las paradas técnicas necesarias para reponer fuerzas, charlar («Yo me he dormido en la de Raya Martin ¿Y tú?», «¡ah, no!, yo he aprovechado la maratón de anoche para dar alguna cabezada») con la multitud de amigos con que nos reunimos aquí cada año por estas fechas, e intentando sacar minutos de donde no los hay (porque las máquinas del tiempo escasean y sólo se las dan a gente como Jack Taylor o Herschell Gordon Lewis) ver muchas películas, comentarlas delante de unas buenas cañas, dormir un poco (aunque sea poco, para no perder comba), darse un chapuzón en la piscina y, cómo no, contar por aquí (distribuido en pequeñas grageas) todo aquello que va contaminando nuestras mentes con sangre, martillos, vampiros, hachas, zombies, tijeras, naves espaciales, pistolas y, en definitiva, lo que vienen siendo los habituales divertimentos del género. En próximas crónicas hablaremos de la muy interesante Celda 211 de Daniel Monzón, tal vez lo mejor que se ha visto hasta ahora, junto con la sorprendente película griega Canino, pero de momento empezaremos con estas cuatro píldoras.
Independencia, de Raya Martin (Filipinas, 2009). Noves Visions
Mi debut con el festival este año, si bien no muy nutritivo, ha resultado un producto de fácil digestión. La propuesta del director filipino Raya Martin indaga en la historia de su país en los albores del siglo XX, poco antes de la ocupación americana, a través de las vivencias de una madre y su hijo que huyen al bosque evitando la guerra a costa de aislarse del resto del mundo. Poco después de encontrarse con una joven en el bosque y de que el paso del tiempo se lleve a la madre a la tumba tras narrarnos su día a día que como se comprenderá no da demasiado juego (las inserciones de los sueños de los protagonistas son un detalle enriquecedor a este respecto), hay una brutal elipsis a lo Tropical Malady, quemado de celuloide incluido, (aunque conservando el hilo argumental) y nos situamos varios años después con el protagonista, la joven y el hijo de ambos, y aquí es donde la película flirtea brevemente con el género fantástico (la visión que narra el niño y que luego parece constatarse brevemente), dejando para la galería la secuencia de la tormenta, eso sí, no apta para epilépticos. En un blanco y negro que trata de reproducir el cine de la época, Independencia resulta tan vistosa como insustancial, pero al menos nos permite independizarnos del mundo durante una hora y cuarto que pasa volando.
Crows 2, de Takashi Miike (Japón 2009). SOF Panorama
En contra de todo pronóstico, el film de Takashi Miike, segunda parte de aquella Crows Zero que pudimos ver también en el festival el año pasado, ha sido de lo mejor de esta primera jornada. Crows 2 no es en sí sino un remake de la primera parte, con hueco suficiente para explotar el humor gamberro que caracteriza al director, que repite los esquemas de aquella, pero llevándolos al límite. Se permite incluso reproducir la cita accidentada de uno de los protagonistas en uno de los recesos cómicos, así como los números musicales dispersos por todo el metraje (actuaciones en directo montadas en paralelo a la narración, vaya), aplicando además en todo momento y sin ningún tipo de pudor una banda sonora plagada de temas de pop-rock adolescente de lo más comercial, que se ajustan al espíritu de la serie, poseedora de gran éxito entre la muchachada japonesa. Pero lo que destaca por encima de todo es el último tercio del film, aproximadamente tres cuartos de hora de batalla campal entre los institutos de Suzuran y Hosen. El segundo sirve de escenario para una continua pelea de las grandes, de las de cien contra cien, que nos recuerda a las míticas somantas de hostias que repartían Spencer y Hill, solo que con alguna que otra patada voladora y mucha más sangre. Una auténtica gozada sin más pretensiones que el entretenimiento que procura, y esperemos que también la de hacer caja para que su director realice algún proyecto más personal.
The Children, de Tom Shankland (Inglaterra, 2008). SOF Competición
El realizador británico Tom Shankland, que ya presentara su anterior film WAZ en el festival hace un par de ediciones, nos trae una película de este incipiente género que podríamos denominar como de niños cabrones, cuyos orígenes se remontan a ¿Quién puede matar un niño? (Chicho Ibañez Serrador, 1974), pero del que últimamente proliferan títulos como Vynian (a la que remite directamente en un plano aéreo, desconozco si con intención), Ils o The Orphan, de la que también daremos cuenta estos días, por citar algún ejemplo. En estos tiempos donde la gripe A siembra el terror en la población gracias a la exageración de algunos medios de comunicación, somos afortunados de no encontrarnos con un virus como el que se contagian los niños de esta reunión familiar navideña. Con un montaje verdaderamente aparatoso y desde luego trabajado a conciencia de modo que alcanza su climax en una secuencia en que llega a montar tres situaciones de tensión en paralelo intercambiando planos cada vez más cortos que concluyen en los golpes de gracia, Shankland nos ofrece un catálogo de violencia infantil in crescendo que lleva a los infantes (pobrecitos, están enfermos) a atacar a sus padres y hermanos a los que obviamente no queda otro remedio que defenderse. Y esas cosas no suelen acabar bien.
Visage, de Tsai Ming-liang (Taiwan, 2009). Noves Visions
El último film del malasio-taiwanés Tsai Ming-Liang no es la mejor opción para finalizar el día tras varias proyecciones, pero a veces esas cosas no se eligen. La película, que cuenta con la presencia de Jean Pierre-Léaud, Fanny Ardant y Jeanne Moreau pretende ser un homenaje a la nouvelle vague en su cincuenta aniversario. Si fuese un poco malvado, podría decir que la nouvelle vague nunca fue tan aburrida (aunque alguna vez sí), pero en el fondo me gustan mucho The Hole y El sabor de la sandía, cuyo protagonista Lee Kang-sheng también goza de un importante papel en el film que nos ocupa, y no puede decirse que Ming-liang no haya sido fiel a sus principios: mucho plano fijo sostenido un buen tiempo (cosas cotidianas e intrascendentes en su mayor parte), mucho preciosismo visual y algún que otro número musical (aunque algo menos coreografíado que aquellos de las películas mencionadas arriba). Simplemente esta vez muchos de estos planos se le van de las manos y paralelamente muchos espectadores se le van de la sala. No obstante, la película deja algunos buenos recuerdos, como la secuencia en que Léaud y Kang-sheng juegan con el pájaro Titi mientras no paran de decir payasadas o aquellas en que Laetitia Casta, otra de las protagonistas, intenta tapar espejos y ventanas con cinta aislante sin realizar demasiado esfuerzo por cubrirse el escote, o cuando ella y otras dos dancing queens en cueros seducen a un Lee Kang-sheng amb tumaca envuelto en plásticos. Como ya he dicho, fiel a sus principios.
Sergio Vargas