Crimen y castigo
Al arder no sabes si serás libre,
Si sólo quedarán cenizas y confusión
o se encontrará en las profundidades
un diamante que brille entre la ceniza
Cyprian Norwid
El 8 de mayo de 1945, la rendición alemana es un hecho. Los nazis, después de arrasar Varsovia, asediados por el este y el oeste, han abandonado Polonia a su suerte. En el país se celebra el armisticio, pero a algunos de sus militares la influencia de la URSS en su nuevo Gobierno les llena de temor. En ese clima insano, con el blanco y negro como santo y seña, Andrejz Wajda centró su trilogía fundacional, Generación (Pokolenie, 1955), Canal (Kanal, 1957) y Cenizas y diamantes. Tomando referencias en el expresionismo, en el cine de Orson Welles y en una inquebrantable raíz polaca, el cineasta utiliza formas (picados y contrapicados, travellings, planos en los que se juega con la profundidad de campo) que corresponden a distintos tiempos y realidades (Alemania años 20, el manierismo hollywoodiense…), amalgamándolas para proponer un nuevo estilo, abigarrado por la acumulación de símbolos y por la complejidad compositiva de algunas secuencias, que se acerca por igual a las nuevas olas europeas y al cine clásico americano. Wajda se erige durante aquellos años en eslabón perdido, un punto casi equidistante entre el clasicismo académico, llevado hasta sus límites por directores como Welles y Hitchcock, y la ruptura total que suponen los nuevos cines de los 60.
Envuelto en un halo que desprende magnetismo y parapetado detrás de sus sempiternas gafas oscuras («llevo gafas oscuras como recuerdo de mi amargo amor por la patria»), el personaje central de la película, Macieck Celmicki (Zbigniew Cybulski), le sirve a Wajda para explicar el caos posterior a la batalla y a un nacionalismo que, ante la desaparición de su principal enemigo, busca entre sus propios compatriotas a los traidores a la nación. Es como una asfixiante partida de ajedrez, de la que Celmicki es un mero peón obligado por sus superiores a acabar con el rey del enemigo, un alto mando comunista que va a celebrar la derrota de los nazis en el concurrido hotel Monopol. Pero el peón, forzado a mover siempre hacia delante, duda. Y no hay nada peor para un ejército que un soldado que no está dispuesto a cumplir su misión a cualquier precio. Celmicki se da cuenta, después de asesinar a la persona equivocada y conocer a Krystina (Ewa Krzyzanowska), de que ha renunciado a su vida por un ideal cada vez más difuso, en el que es imposible dirimir entre víctimas y verdugos.
Wajda construye un clima opresivo a través de la unidad de tiempo y lugar y una puesta en escena en la que juega constantemente con los múltiples términos del encuadre y en la que siempre están presentes los techos. Su maestría se pone de manifiesto en los planos secuencia y en los largos travellings y grúas que recuerdan poderosamente al cine de Max Ophüls. En esa cargada atmósfera, Wajda no renuncia, sin embargo, a toques cómicos, protagonizados en su mayoría por un periodista y un colaborador de los partisanos, dos personajes borrachos que arruinan la cena del nuevo secretario del Partido Comunista en la región de Ostrowiec, un dúo tan letal como el de Peter Sellers y el camarero beodo en El guateque (The Party, 1968).
El mejor ejemplo de esa mezcla de decadencia, humor y angustia son los minutos finales del film. El juego de luces y sombras en el interior del hotel, con la orquesta tocando una Polonesa desafinada y los participantes en el festejo exhaustos de alcohol y vano orgullo patriótico, contrasta con el sol abrasador del exterior. El antihéroe, después de matar a su auténtico objetivo, se precipita y se autoinculpa al huir en presencia de una patrulla. Así comienza una huida desesperada, en la que es a la vez Harry Lime y Michel Poiccard, clásico y moderno. Acaba tiroteado, dejando manchas de sangre en una sábana al viento y revolcándose de dolor en un montón de basura. Sus últimos estertores, después de una noche en la que ha viajado de la culpa a la redención y de ahí otra vez a la culpa, son el broche final a un hito en la Historia del cine polaco y suponen un punto y seguido en el prolijo discurso sobre el nacionalismo que posteriormente desarrollará Wajda en el resto de su filmografía, hasta la reciente Katyn (2007).