El autor desorientado
A propósito del estreno de esa gozosa joya manierista que es Los abrazos rotos, Pedro Almodóvar reabría uno de los debates internos más reiterativos de la crítica de arte cuando admitía «que se han hecho unas reflexiones maravillosas sobre mi cine en las que yo no había pensado» y, a su vez, reivindicaba el derecho a la subjetivad, «e incluso a la arbitrariedad», de quien escribe sobre sus películas. Sus palabras (recogidas en una entrevista de Carlos F.Heredero y Carlos Reviriego publicada en el número 21 de Cahiers España) nos obligan a enfrentarnos, de nuevo, a nuestra forma de mirar el cine y a cuestionarnos sobre los presuntos límites que debemos marcarnos como opinadores. Defensor (como soy) de la crítica creativa (para nada enemistada con la analítica) no puedo estar más de acuerdo con el realizador manchego y pienso que, aunque en ocasiones se digan barbaridades sin ton ni son (en las que no sólo se ha perdido el rigor sino también el sentido común), uno suele encontrar lecturas inesperadas y enriquecedoras gracias a la saludable libertad interpretativa del crítico. Pues desde que un filme es proyectado por primera vez, éste deja de pertenecer (sólo) a su creador y forma parte ya del imaginario individual de los cinéfilos que tienen la ocasión de visionarlo (e interpretarlo) a su manera.
Dicho esto, cuando me enfrentaba de nuevo a un título tan fallido como Cobra Verde no podía más que dejarme guiar por la (escasa) emoción que éste me transmitía. Por mucho que mi admiración por su responsable (Werner Herzog, uno de mis realizadores predilectos) me pesase como una losa y suavizase —de algún modo— un discurso que, en otras circunstancias, no sería tan condescendiente como éste y sí más amargo. Quizás, pese a que la película no me había convencido, no podía escapar de la teoría cahierista de los auteurs que tanto ha condicionado mi (nuestra) forma de mirar el cine. Algo que, a estas alturas, ya deberíamos haber superado. Porque, aún habiéndonos (re)descubierto cineastas geniales que nadie había tomado antes en tanta alta consideración (de Hawks a Hitchcock), los célebres críticos franceses también propiciaron (involuntariamente) la aparición de todo tipo de farsantes que, partiendo de unas marcas de estilo más o menos originales, nos iban a vender gato por liebre. Ha pasado siempre en el mundo del arte y seguirá pasando. Pero, por ello, creo que, más que nunca, hoy conviene dudar de los hypes críticos (cada temporada hay unos cuantos) y, a su vez, evitar los (pre)juicios positivos (o negativos) de un filme en función del firmante de la obra en cuestión. Algo que nos sirve para el caso de Cobra Verde. Una película que confirma que no todo lo que filma un autor de relumbrón es necesariamente sugerente. Una conclusión razonable y aparentemente lógica, pero no tan asumida como creemos. Y más cuando, en este caso, se trata de un filme en el que uno se da con todas las señas de identidad que han hecho relevante para el mundo del cine a su director.
Concretamente, aquí nos encontramos ante la última colaboración entre Klaus Kinski y Werner Herzog. Ambos mantuvieron una relación de amor-odio que quedó plasmada en los rabiosos fotogramas que nos han dejado y que llegó a su fin con la secuencia final de Cobra Verde en la que el actor aparece perdido, descolocado, superado por la inmensidad del mar y abrumado por una clausura tan poética como crepuscular. Hasta ese bello instante —de lo más apreciable del filme, por su fuerza simbólica—, asistimos a un nuevo viaje; al clásico filme-exploración en el que el cineasta alemán enfrenta a un personaje extremo (Francisco Manoel da Silva) con una civilización autosuficiente y aislada —para lo bueno y para lo malo— de las costumbres de occidente (una tribu del oeste de África). De ese choque (que en esta ocasión proviene de la pluma del novelista Bruce Chatwin) nacen conflictos y una cierta simbiosis que surge progresivamente entre el colonizador y el colonizado. La estructura errática y descompensada del relato impide, sin embargo, la implicación del espectador en este proceso de acercamiento que no desprende el mismo interés de otras propuestas en la misma línea del director germano como pueden ser El enigma de Kasper Hauser (Jeder für sich und Gott gegen alle, 1974) o Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972).
Asumiendo este naufragio narrativo, uno sólo se puede tomar Cobra Verde como una obra antropológica en la que el mayor interés se encuentra (de nuevo) en la vertiente documental subyacente en el descompensado aire novelesco de la película. En este sentido, hay una serie de secuencias ciertamente asombrosas que sobresalen por encima de un guión que sólo funciona a ráfagas. Una de ellas seria la que muestra la entrada napoleónica del personaje de Kinski en un edificio en ruinas inundado por cangrejos; otra sería la que nos muestra a un «coro de monjas» cantando y bailando frente a la cámara. Por lo demás, los constantes insertos de planos en los que aparece la mirada extravagante y furtiva de un loco —un personaje secundario que viene a reflejar la reacción perpleja de su sociedad ante la invasión colonial— y la acertada plasmación de la soledad del protagonista —en un plano interior fijo y lejano durante la secuencia del dietario— nos ayudan, al menos, a intuir las (buenas) intenciones de una película pretendidamente alegórica, pero definitivamente equívoca.
Una verdadera lástima; pues se trata de una obra que, aún dando buena cuenta de las obsesiones de Herzog, no hace justicia al talento del realizador alemán y sólo nos sirve para evidenciar que no existe una fórmula autoral para cocinar grandes películas. Por mucho que, a priori, dispongamos de los mejores ingredientes (el concepto, el espacio, los intérpretes) para conseguirlas.