Esto no es otro estúpido documental de pingüinos
A Werner Herzog lo hemos visto bregar en las postreras tres décadas contra impedimentos y dificultades varias de la naturaleza en territorios tan dispares como las praderas de Alaska, la costa africana o el Amazonas. En Encuentros en el fin del mundo (imposible encontrar un título más evocador y certero) penetra en el interior de la inhóspita Antártida para mostrarnos el día a día de la estación McMurdo, situada en el Mar de Ross.
Así explica el director alemán a lo que se enfrentó en aquella austera región: «Quise ir a la Antártida después de ver imágenes subacuáticas de un entorno increíble hechas por un amigo mío… quien había capturado un mundo congelado distinto a todo lo que había visto anteriormente. Para ello acompañé a un grupo de científicos e investigadores destinados a la Estación McMurdo … No es que esperara paisajes inmaculados y hombres viviendo felices y en armonía con los pingüinos rechonchos, pero me sorprendió ver que McMurdo se parecía a un pueblo minero lleno de orugas y obras ruidosas…».
La Nacional Science Foundation había invitado a Herzog a rodar una película en la Antártida pero, tal y como proclama él mismo al inicio de la cinta, tuvo que dejar claro que no pensaba rodar otra película de pingüinos… Y así es. Encuentros en el fin del mundo es un atractivo y seductor poema visual de tono grandilocuente, a medio camino entre lo extraño (lo peligroso) y el desatino (lo temerario).
Un punto de extrañeza transita por toda la película. Nunca antes el Polo Sur se nos había evidenciado como un lugar urdido para ser una zona de encuentro. La galería de personajes que pasean ante la cámara de Herzog es de lo más heterogénea y despierta el interés propio de raro. Pero, además, los lugareños habitan en un espacio inhabitable, en el que la vida casi parece no tener cabida. Así, realmente… ¿para qué buscar pingüinos?.
El creador de Fitzcarraldo (id., 1982) parece poseer una preocupación fecunda e inacabable para buscar enigmas conmovedores e inquietantes en los cosmos e identidades más extravagantes. El espíritu aventurero de aquel personaje que intentara construir, en plena selva peruana, un colosal teatro acabó por concretarse en la vertiente documental de la filmografía del director de títulos tan extraordinarios como Lessons of darkness (Lektionen in Finsternis, 1992) o Grizzly man (id., 2005). En Encuentros en el fin del mundo no es la primera ocasión en la que Herzog filma un paisaje como si rodase una película de ciencia-ficción. No es la primera vez que filma un paisaje como si perteneciera a una película de ciencia ficción; Herzog ya lo hizo en la espesa, radical y reflexiva Fata Morgana (id., 1971) en la que las eternas llanuras y dunas del desierto del Sahara conformaban un magma bíblico-antropológico que nacía de un puñado de imágenes desordenadas y enajenadas. El enigma que recorre la película nace del hecho insólito de que hombres y paisaje aparezcan ante nuestros ojos fundidos, convertidos en un único ente. Así, trotamundos, científicos, lingüistas y filósofos, deambulan por la película como si estuviesen en McMurdo por querer eludir alguna cosa penosa de su propia historia, continuamente absortos y preocupados y, sobre todo, con muchas ganas de testimoniar ante la cámara su existencia. Herzog recoge el guante y eleva un inspirado retrato sobre la anormalidad, la rareza y las fronteras de la perseverancia del Hombre.
A pesar de que el buen pulso fílmico de Werner Herzog se desvanece en el último cuarto de la película, su voz en off acaba por seducirnos sin remedio. Encuentros en el fin del mundo es un nada ordinario torrente singularidad y excepcionalidad. Su celuloide agrupa, milagrosamente, armonía visual y detenidas consideraciones sobre particulares maneras de entender la vida.