La rueda del tiempo

Objetividad y contemplación

Un peregrino tarda tres años y medio en llegar desde Tíbet a Bod Ghaya (India), el lugar en el que Buda se sentó debajo de un árbol y fundó una religión milenaria. Un joven monje budista, enfermizamente delgado y sonriente, en visible paz consigo mismo, se ha pasado todo el camino echándose cuerpo a tierra a cada paso, rezando a su Dios, en una demostración única de fe ciega y esfuerzo ímprobo. La suya era una meta casi imposible, en la que muchos han dejado la vida, un trabajo tan arduo y absurdo a los ojos de otros como el empeño de Fitzcarraldo en remontar un río intransitable. El mencionado peregrino, entrevistado por Werner Herzog, no da mayores explicaciones a su gesta, tan sólo que necesitaba acudir allí para ser instruido como monje budista, en la celebración del Kalachakra, cita anual a la que acude el Dalai Lama para participar en el dibujo efímero con arena del Mandala, el mapa de las más de 720 encarnaciones de Buda y para ordenar a los nuevos integrantes de su religión.

Estos son dos de los temas centrales de La rueda del tiempo, un documental narrado por el propio Herzog, como es su costumbre, y que contiene algunas de las obsesiones y clichés comunes a su extensa filmografía. Las explicaciones son escuetas, Herzog prefiere mostrar a comentar, y en varias ocasiones encontramos imágenes impactantes (unos monjes luchando con los peregrinos por unos regalos sagrados, otro dejando una moneda en cada una de las escudillas de decenas de mendigos…) sin que el narrador intervenga. La imposible observación objetiva de unos hechos —ya que el documentalista siempre elige un encuadre y un montaje, seleccionando subjetivamente lo que para él tiene mayor interés o ayuda a la estructura narrativa de su obra— se convierte aquí en axioma inquebrantable. Herzog introduce su cámara entre las masas (más de 500.000 peregrinos acuden a la ceremonia), alarga los planos hasta el límite y contempla lo que ocurre a su alrededor sin apenas intervenir. Pero siempre elige, y su cámara se centra en las actitudes más extrañas y en los rituales más ajenos a los ojos del público occidental. El dibujo efímero del Mandala, en el que trabajan ocho monjes las 24 horas del día con un cuidado extremo, concentra su atención. Su cámara se acerca y se aleja, cubre todos los ángulos posibles, y lo que para el peregrino es un momento de éxtasis, para el espectador es pura y simple incredulidad ante lo que está sucediendo. La misma que pudiera sentir un budista viendo un documental sobre el Rocío o la Semana Santa española.

El déficit de explicación lo suple Herzog con la fascinación que producen sus imágenes, pero el resultado queda cojo, inacabado. La película funciona efectivamente como documento, registro de una realidad que está sucediendo, pero no como narración, dejando las conclusiones demasiado vagas y dispersas. En las pocas entrevistas que tienen lugar a lo largo del metraje, se encuentran algunos de los mejores momentos del filme: un hombre que se ha pasado 32 años en una prisión China por manifestarse a favor de un Tíbet libre, o el propio Dalai Lama, que reflexiona sobre las similitudes entre todas las religiones y tiene que responder a una pregunta tan simple como traicionera: «¿Cómo debería ser el mundo para usted?».

La cinta se completa, en su último tramo, con la celebración en 2003 del Kalachakra en Graz, Austria, algo insólito. Asistimos así al brutal contraste entre una celebración y otra: lo que en Bod Ghaya son grandes tiendas de campaña sobre un terreno desértico, suciedad, polvo y masas enfervorecidas, en Graz se ha convertido en un aséptico y frío recinto ferial, en el que la ceremonia pierde parte de su significado, o eso intuimos al menos. Porque, al fin y al cabo, por desinterés del propio Herzog o por nuestra incapacidad para comprender, lo que verdaderamente ocurre es que no se entiende nada. Y sí, hay planos impactantes y en ocasiones se puede atisbar la profunda espiritualidad de los fieles, pero acaba el documental y el espectador no sabe nada nuevo del budismo que no pueda encontrar en una enciclopedia o tecleando Mandala en ese nuevo oráculo llamado Google. Eso suena a oportunidad perdida por parte de Herzog o a que ni siquiera él ha conseguido captar el verdadero sentido de estas celebraciones, si es que tiene alguno más allá de conservar una tradición.