Partir

La escasa rentabilidad del adulterio

«No se trata de eso». Ésta es la diáfana respuesta que le suelta la aburguesada Suzanne a su marido cuando éste le asegura que si le abandona por su amante proletario «no podrá subsistir». A ella no le importa, porque está cegada por la pasión y tiene derecho a estarlo. Aun así, progresivamente descubrirá que su cónyuge no mentía y que, si bien enamorarse de Iván le ha devuelto a la vida, los cuentos de hadas no existen. O la realidad, al menos, se encarga de desmentirlos, de desencantarlos. Los ecos novelescos de El amante de Lady Chatterley (que dio pie, recientemente, a una obra maestra fílmica de Pascale Ferran) resuenan, sin embargo, en el atrevido comportamiento de la protagonista que, quizá confiando en la rotundidad de sus sentimientos, emprende un viaje hacia lo animal (hacia lo carnal del cuerpo de Sergi López, hacia lo natural de la vivienda campestre de éste) donde quedarán atrás tanto su papel de madre como de esposa acomodada. Su opción, decíamos, se verá frustrada y el filme, en vez de ser una love story adúltera, desembocará en el terreno de las ligazones económicas; pues el dinero (o la ausencia de éste) condicionará el porvenir de la pareja fugitiva.

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La directora, Catherine Corsini, decía que todo creador se debe enfrentar — tarde o temprano— a la narración de una gran historia de amor que plasme su visión de las relaciones afectivas. Tomando inequívocamente la vertiente feminista —no se esconde de ello y así lo asegura en varias entrevistas—, Corsini (nacida en 1956) da a conocer su mirada en Partir, una película que viene a insistir en un retrato de roles en vías de extinción, pero que aún es habitual en Occidente. El hombre es quien trabaja fuera de casa y controla la economía familiar; la mujer es la que se encarga de educar a los hijos y de sostener el peso del hogar. Los lugares comunes implícitos a este punto de partida —que se ve acentuado por una trasnochada visión de la lucha de clases— no impiden a la directora un acercamiento digno en el que la fémina no es ya el bello objeto decorativo (con incluso un negocio light pagado por su marido «para que se distraiga») sino un ente pensante; un ser activo (y no pasivo) que está dispuesto a tomar sus propias decisiones hasta las últimas consecuencias. Asumiendo este punto de vista —que queda claro al final del filme—, la realizadora fijará su atención en el expresivo rostro de Kristin Scott Thomas que, en exigentes primeros planos, logrará sostener el peso de una película de mejores intenciones que resultados.

Optando por una puesta en escena más bien convencional —pese a los destellos de talento de Agnes Godard, aquí discreta y pulcra directora de fotografía— y una paleta de colores grisácea, Partir resultará un filme deslavazado, a ratos rutinario, en el que varias piezas de la banda sonora de Georges Deleure para La mujer de al lado (François Truffaut, 1981) intentarán transmitir la pasión que no plasman casi nunca los protagonistas. El trabajo con el dinero —aquí, como casi siempre, lubricante de las relaciones humanas— será el mayor punto de interés de un guión que descuida la construcción de personajes —especialmente el arquetípico marido y los desdibujados hijos— y que se guarda un giro final que no logra el efecto deseado. Pese a ello, la pieza de Corsini no es del todo desdeñable y, en ciertos momentos, logra mostrar una encantadora naturalidad entre dos enamorados que no necesitan de justificaciones psicológicas para cumplir sus deseos. Ahora bien. Ellos, como casi todos, no pueden salir del rebaño y partir hacia ninguna parte. Tanto en el sur de Francia (el espacio del burgués) como en el norte de Cataluña (el espacio del proletario) las ataduras sociales (y económicas) pesan demasiado. Y entonces…¿el arrebato violento es la única salida posible?