Quijote en Creta
Tras resultar herido en combate durante la ocupación de Creta, el paracaidista Stroszek es trasladado a la tranquila isla de Cos, en el Dodecaneso, lejos de los combates. Acompañado por su esposa griega, Nora, y por los soldados Becker y Meinhard, deberá hacerse cargo de una ruinosa fortaleza-museo con la única misión de custodiar un viejo e inútil polvorín. Allí, los días transcurren plácidos, alejados del fragor bélico en un doble aislamiento dentro de los muros del recinto. La isla dentro de la isla. Los soldados matan el tiempo como mejor pueden: adecentando las instalaciones, fabricando fuegos de artificio, descifrando antiguas inscripciones halladas en las piedras, o dando caza a molestos insectos… sin mayores conflictos hasta que la locura —no podría ser de otro modo—, haga aparición.
En cierto sentido —aun considerando lo ventajista de esta visión retrospectiva— el primer largometraje de Werner Herzog es, de partida, el resultado lógico de la combinación de los planteamientos mostrados en sus cortometrajes previos La defensa sin precedentes de la fortaleza Deutchkreutz (Die beispiellose verteidigung der festung Deutchkreutz, 1967) y Última palabra (Letze worte, 1967); y prefigura, también, numerosos puntos de engarce con la posterior evolución de su filmografía: temáticos (la locura), formales (la investigación de campo, documental, como método para dar salida a las obsesiones personales), o de producción (el viaje como punto de partida).
En el primero de los cortometrajes señalados, Herzog unía el relato visual de un grupo de jóvenes que, en su deambular por una fortaleza abandonada, se revestían progresivamente del espíritu bélico que en tiempos la había ocupado, con el acicate y contrapunto de una narración en off en forma de diario de guerra. Como vemos —más allá de evidentes conexiones argumentales con Signos de vida— desde un primer momento, se hace presente la voluntad de construir relatos de ficción con métodos observacionales y narrativos propios del ensayo y a partir de la raíz documental que proporciona algún elemento de base (ya sea un personaje, un acontecimiento significativo, o la unión de un espacio con un texto, como en este caso). Última palabra, su siguiente cortometraje, comparte con Signos de vida su localización en el Dodecaneso. Herzog despliega desde muy temprano el gusto romántico por el viaje. El cineasta como explorador. La curiosidad por filmar lugares y personas (como parte indisociable de ese paisaje), que ante el objetivo de la cámara del alemán se muestran en toda su excepcional singularidad. A la raíz documental: la investigación en torno a una antigua leprosería, ya abandonada, se une la evidente falsedad de la puesta en escena: los lugareños repitiendo su texto una y otra vez ante la cámara.
Como decimos, en Signos de vida, se retoman estas dos corrientes en un único relato, en el que el itinerario emocional del atormentado personaje principal (que hunde sus raíces en la literatura antes que en el cine) se pondrá en relación con delicados momentos de observación e interrelación entre el equipo de rodaje y los habitantes de Creta. En este sentido es maravilloso contemplar como Herzog y su equipo aprovechan desprejuiciadamente los (escasos) medios y recursos cinematográficos que tienen a su alcance. Las vistas de los cafés y paseos del pueblo o la secuencia del tiroteo desde la fortaleza, con un centenar de extras esperando una señal para correr despavoridos, resultan, de tan sencillas, admirables.
Como decíamos, el detonante de la ficción, será, como tantas veces después, el chispazo provocado por la locura. La tranquilidad excesiva que se respira en el clima y el entorno de la fortaleza resulta insano para un héroe herzogiano. Como el propio cineasta, sus criaturas necesitan aventura, movimiento constante. Stroszek no podrá evitar sentirse progresivamente perdido en su retiro y en un primer momento de delirio se enfrentará como un moderno Quijote a cientos de molinos/gigantes, que aparecen ante su visión.
Signos de vida es una película primeriza, necesariamente imperfecta, que señala con índice acusador la forzada perfección y las absurdas limitaciones (auto)impuestas por las convenciones técnicas y narrativas que todavía hoy se propagan entre los nuevos realizadores de medio mundo.