(Auto)Retrato en tercera persona
Los films de (estricta o aparente) ficción de Werner Herzog se construyen por lo general en torno a la figura del perdedor. La obra del cineasta alemán está cubierta por las a menudo descabelladas andanzas de alucinados fracasados empeñados en lograr un objetivo que ya desde el comienzo saben que no alcanzarán. Los desafortunados de Herzog no son si no los herederos desencantados de los malogrados personajes de John Huston. No hay en realidad tanta distancia entre Daniel Dravot y Lope de Aguirre, Roy Bean y Fitzcarraldo o el ingenuo boxeador Tully y el desheredado Gaspar Hauser. Dos intérpretes han sido quienes mejor han sabido recrear estos personajes en las películas de Herzog, quizá porque ellos mismos no dejaban de ser esos caracteres, el esquizofrénico Klaus Kinski, inseparable de la obra herzogiana (como Bogart de la de Huston) y el enigmático Bruno S. protagonista del que tal vez sea el mejor trabajo del alemán, El enigma de Gaspar Hauser (Jeder für sich und Gott gegen alle, 1974).
Descubierto en 1970 por Lutz Eisholz, cuando ejercía como músico ambulante, Bruno Schlenstein, hijo de una prostituta, pasó toda su infancia internado en un psiquiátrico hasta convertirse en un inadaptado. Dotado para las artes (la pintura y la música), al parecer Herzog reparó en su presencia precisamente en un documental sobre músicos ambulantes y lo convirtió en el protagonista de su recreación de la historia de Gaspar Hauser. Ante la extraña fuerza de su intérprete, el cineasta fascinado parece, por momentos, estar trazando más un retrato de éste antes que de su personaje. Pero si en este film, Herzog debe utilizar a Gaspar Hauser para llegar hasta Bruno S., en su segunda colaboración decide apartar todas las imposiciones de la ficción y del relato cinematográfico más ortodoxo y partir del propio actor para construir Stroszek, la que posiblemente sea su película más inesperada. El director, convierte a su intérprete en el centro del relato, en la propia estructura del film, todo se construye en torno a él, cada plano parece justificarse a partir de cada nueva acción de Bruno S. y da la impresión de que cada gesto, cada mirada puede conducir la historia hacia un terreno inesperado. La película no podría en definitiva existir sin el actor.
Stroszek, sorprende por que por momentos no parece un trabajo de Werner Herzog, su atmósfera y buena parte de sus personajes (especialmente en su primera parte) parecen haberse fugado de cualquier título de Fassbinder, incluso visualmente hablando está lejos de la alucinada imaginería profundamente romántica que podemos encontrar en casi todos los trabajos del realizador. El romanticismo en esta ocasión surge del intérprete, de su conmovedoramente alucinada actuación, de la extrañeza e indefensión que transmite con cada movimiento o palabra. El film parece estar construido a partir de la futilidad de los momentos más insignificantes y es poseedor de una particular cadencia rítmica que por momentos parece detenerse en los acontecimientos más imperceptibles. Sin embargo, la historia de Bruno Stroszek, músico ambulante que acaba de salir de la cárcel y que en compañía de Eva, una prostituta de la que se enamora y el jubilado señor Scheitz, huyendo de un Berlín cada vez más hostil, decide viajar a Wisconsin en busca del sueño americano, acaba remitiendo completamente a la esencia puramente herzogiana, a la idea del soñador en busca de la utopía por muy absurda que pueda ser. Pienso ahora en que el entrañablemente patético trío encabezado por Stroszek en realidad no está demasiado lejos del formado por Humphrey Bogart, Walter Huston y Tim Holt en El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, John Huston, 1948). Su objetivo, es igualmente ilusorio, llegar a ser felices, ya sea prosperando en el extranjero (en un determinado momento Bruno se lamenta porque pensaba que sería rico enseguida), como encontrando en México un tesoro perdido; estos son personajes que inevitablemente están condenados al fracaso y su fuerza reside precisamente en la emotividad que surge de la lucha consciente o no contra su condición. El sueño de Bruno termina tan brutalmente como el de Fred Dobbs, con un frío disparo (que nos lleva a uno de los desenlaces más enigmáticos de la filmografía del realizador). Sin embargo, no sólo podemos encontrar a Bruno S. en Bruno Stroszek, no es difícil ver detrás de su actor, de su personaje, al propio Werner Herzog y es que paradójicamente el quimérico viaje hacia el sueño americano varios años después también lo emprenderá el realizador, con un desenlace en mi opinión no demasiado lejano al de Stroszek. La agonía del que poco a poco lo pierde todo, la angustia de quien fue uno de los grandes realizadores de cine de las últimas décadas, aprisionado por el descabellado sistema de los estudios estadounidenses, atrapado en remakes sin sentido o en irregulares producciones que lo enfrentan a todo un sistema que ahora en pleno siglo XXI incluso para los soñadores parece demasiado fuerte y cruel; y es que la mirada llena de paz de Herzog parece poco a poco haberse vaciado, tornándose como la de Bruno S. cada vez más triste.