También los enanos empezaron pequeños

«La civilización es como una fina capa de hielo sobre el profundo océano del caos y la oscuridad».
Werner Herzog [1]

Desafiando a un árbol

Ya en el cortometraje Hércules (Herakles, 1962), que inaugura la ingente obra cinematográfica de Werner Herzog, podemos reconocer —aunque en estado germinal— la muy coherente arquitectura de ideas que desarrollaría el director posteriormente, cuya base y núcleo sería la del frustrado intento del hombre de imponer reglas, normas, leyes y, en fin, orden, a la naturaleza, inasible, totalizadora e invencible; procreadora de los seres que habitan la Tierra, aún de los que se vuelven contra ella, madre y asesina de toda existencia. A pesar de la aparente heterogeneidad temática en su obra, todos y cada uno de sus trabajos se sustentan en esta visión nada complaciente del ser humano y su entorno (por supuesto, con incontables matices). Este pesimismo antropológico, a posteriori, se complementaría con su fascinada identificación con aquellos hombres de los que brota, bien una megalomanía (creativa o destructiva), o  bien una rebeldía asocial, que los aproxima en ambos casos a un vivir primigenio, indomesticado.

También los enanos empezaron pequeños es, de entre sus películas, la que con mayor desnudez  explicita estas ideas. Expone con la transparencia de una parábola (nada extraño en el director) el esqueleto de todo su cine: los outsiders enfrentados con una sociedad que los encasilla y rechaza; seres salvajes, indomesticables, destartalando el orden social y tratando de imponerse, fracasando finalmente. Y es que Herzog la despoja de contextualizaciones espacio-temporales, optando por cierta abstracción que refuerce su potencia alegórica: una panorámica describe un paisaje rocoso, yermo (arcaico, en la concepción del director del desierto como «paisaje en trance» [2]), con un bastión civilizado: El Centro, donde un grupo de enanos son reprimidos y recluidos contra su voluntad, bajo la tutela de los simbólicos Director y Educador, contra los que se rebelarán. Para Herzog, cualquier estructura social es excluyente; así, los enanos han de sobrevivir en un mundo que ha sido moldeado por otros y para otros: una vez acorralado el enemigo y tomado su territorio, se encontrarán con camas demasiado altas, puertas desmedidas y ventanas inalcanzables.

¿Pero, qué hace realmente diferente al Educador, enano delegado del Centro, de los internos? Es el acceso a las formas socialmente aceptadas del lenguaje, que le permiten construir huecos divagues retóricos defendiendo la represión de sus iguales. Frente a esto, la risa enloquecida y el uso anárquico del lenguaje de los reclusos minarán los propios cimientos del poder: los conceptos que justifican su perpetuación. Así, bajo la absurda yuxtaposición Policía, Madre Naturaleza late una destructiva ironía: la de que cualquier forma de organización social (que sus adeptos calificarán de natural) deba ser mantenida por la fuerza.

Los enanos se erigen, en su fallida asunción de los ritos diarios de la civilización occidental, en críticos arrolladores del mundo contemporáneo. Un coche repite el círculo vicioso de la sociedad tecnológica, replegada en su letanía de oferta y demanda, producción y consumo. Las macetas, representantes de la naturaleza sometida al hombre, arden como en un culto pagano. Y una vez más en su cine, es en los animales donde se concentra su búsqueda de la verdad a través de la fábula y la parábola: el absurdo de desfilar con un mono crucificado o de enseñar a un camello a arrodillarse piadosamente cuando escucha el nombre de los Santos no deja de remitir a la naturaleza doblegada de los hombres. Porque, aunque dominados, ya poco nos mantiene creyendo en la civilización y la equívoca sensación de seguridad que nos transmite. Porque nos obcecamos en justificar razonadamente lo que es, llanamente, un acto de fe.

Si una imagen pudiera atrapar el sentido último de la película (y del ideario herzogiano), sería la del Educador, derrotado y enloquecido, desafiando a un árbol —para él, un hombre que lo señala con el dedo— con que es capaz de aguantar el brazo en alto más tiempo que su contrincante. Un pobre diablo en un combate de imposible victoria. En ese instante, escuchamos resquebrajarse la fina capa de hielo, esa que separa lo que creemos ser de lo que somos.


[1] Werner Herzog, una retrospectiva. Ed. Instituto Goethe de Buenos Aires. 1996.

[2] Ídem.