Sartre nunca lo haría
Recuerdo que hace quince o dieciséis años, allá por primero o segundo de BUP, la profesora de ética nos planteó un dilema moral. ¿Qué haríamos si un ente superior nos ofreciera tener la vida solucionada económicamente a cambio de la muerte de un pescador chino al que no conociésemos de nada? Eso dio para una clase entera con diversidad de opiniones que iban desde los que no dudaban en uno u otro sentido hasta los que se lo pensaban largo y tendido y concluían que no sabían lo que harían (quedaría bien decir que no, pero mi caso era el de los que dudaban). Norma (Cameron Diaz) y Arthur (James Marsden), el matrimonio protagonista de The Box, se enfrentan a un dilema muy similar, como ya lo hacen los personajes del relato Button, Button (1970) de Richard Matheson que Peter Medak llevó a la televisión en la serie Más allá de los límites de la realidad (The Twilight Zone. Rod Serling, 1985-1989. CBS) en 1986. Lo que en nuestra clase y en la serie se quedaba en una anécdota (sin final aunque con muchas posibilidades en el primero de los casos, y con un final sorprendente pero abierto en el segundo), el joven realizador Richard Kelly (Donnie Darko [id., 2002] Southland Tales [id., 2006]) se lo pule en veinte minutos, poco después de que Norma ejerza de moderna Pandora para comenzar a contarnos lo que sucede después, es decir, da vida a ese final abierto.
Hasta ahora, con sus dos películas, Kelly había demostrado que hacía cine de autor y de ciencia-ficción, y sus obsesiones estaban claras: las realidades paralelas, los viajes en el tiempo y el fin del mundo. El pan nuestro de cada día, vaya. Muchos, con gran pena y dolor por observar como otro joven talento se echaba a perder en manos de lo comercial sacrificando lo personal, imaginábamos que con un punto de partida como el de The Box todo eso que tanto nos gusta se iba a acabar, pero poco a poco, para nuestro regocijo, empezamos a comprobar cómo Arlington Steward (un genial Frank Langella), el hombre misterioso que les hace la proposición indecente, insinúa que el destino de la humanidad puede depender de lo que la gente haga con esas unidades del botón, que tal vez los humanos merezcan morir si prefieren satisfacer sus propios deseos personales sin importarles pisotear al resto, o a paladear la secuencia en la biblioteca, con las tres puertas a las que se enfrenta Arthur, y ese fluido, tal vez agua, tal vez no, que lo envuelve y que tras una especie de viaje dimensional lo deposita en su dormitorio encharcado, como recién salido del útero materno.
Pero eso no fascina solo por ser lo que es, sino por como lo cuenta Richard Kelly, con esos planos secuencia que encadenan personajes y que nos atraviesan una planta entera de las instalaciones de Langley en unos pocos segundos, aún sin llegar a los niveles del hipnótico paseo que iniciaban Boxer Santaros (Dwayne The Rock Johnson) y Madeline Frost (Mandy Moore) por el megazeppelin de Southland Tales, su obra maestra hasta la fecha. O esa secuencia del ensayo del banquete de boda en que el alumno de Norma (que me recuerda sin esfuerzo al Bob de Twin Peaks —y es que Richard Kelly y David Lynch tienen más puntos en común de los que parece, y esos ya son muchos) no para de hacer señales al bueno de Arthur, que pone los pelos como escarpias, o a los protagonistas sentados frente a esa misteriosa cajita, tan parecida a la del capítulo televisivo anteriormente mencionado, que como me comentaba José David Cáceres nos recuerdan a esas estampas familiares que los Led Zeppelin incluyeron el diseño interior de su infravalorado y genial Presence (1976) alrededor de otra enigmática presencia.
The Box, como ya ocurría con Southland Tales, tiene un punto de no retorno en el que el desfase comienza a apoderarse de la película, y donde lo importante para poder disfrutarlo es dejarse llevar por unas píldoras de filosofía sartreana, por una visión fantástica de los setenta que remite a a Más allá de los límites de la realidad pero también a Donnie Darko, por una banda sonora atmosférica y poderosa, obra del matrimonio fundador de The Arcade Fire, también creadores de otras maravillas, y sobre todo, y me autocito (con todo el morro): una forma de hacer cine y, sobre todo, de hacer sentir el cine, audiovisualmente fascinante y sobrecogedora que se cuenta fácilmente entre lo mejor de esta década que con un poco de suerte acabará antes que la vida en la tierra. Aunque lo más probable es que si esto ocurriese de verdad, el 99% pulsaría el botón, y eso seguro que bastaría para jodernos al 1% restante. Sí, yo no lo pulsaría. Y me costó algo menos de quince años decidirme. De verdad.