Un lugar donde quedarse

Mendes hace una indie

Mendes carece de sutileza. Esto marca todo cuanto filma. Sus películas gustan de plantear problemas morales comunes a la mayor parte de seres humanos de clase media con algún tipo de inquietud vital. Para lograr la conexión emocional sus películas suelen cargar las tintas sobre su base textual o, al menos, en todo aquello que tenga que ver con su tema. En la expresión artística la sutileza es importante. Si quiere que sintamos lo gris de la existencia  del Sr.Wheeler (Leonardo DiCaprio) en Revolutionary Road (Sam Mendes, 2008), Mendes compone un plano con cien hombres vestidos de gris. Si, por el contrario, quiere que distingamos el carácter especial, a contracorriente,  de su espíritu, compone una imagen en el que su estatismo se opone al dinámico movimiento de la masa. Viendo sus películas resulta evidente que no podemos afirmar de Mendes que no trabaje sus imágenes, haciéndolas incluso reconocibles de una obra a otra (gusto por la simetría, la frontalidad, el distanciamiento); del mismo modo que trabaja los guiones, la producción, etc. Es un autor (sí, autor) tan meticuloso y atento como… mediocre. Sus intenciones resultan siempre evidentes, transparentes; la conclusión siempre la misma: no hay ninguna idea o concepto en su obra que Douglas Sirk no pudiese dar a entender con un juego de luces y sombras o que Naruse hiciese palpitar en un simple travelling de retroceso. Ni siquiera —pese a las posibles conexiones de fondo[1]— podemos hablar seriamente de Nicholas Ray: el británico nunca podrá responder al autor de We can’t go home again (Nicholas Ray, 1973) filmando «como si fuese la primera o última vez».

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Pocos meses después de Revolutionary Road —y que pese a su endeblez supuso algo así como su consagración como cineasta— llega ahora Un lugar donde quedarse, filme que funciona a modo de reflejo especular de aquel[2]. Solo que ahora, en un nuevo cambio de tercio, en clave indie. Si en la película protagonizada por DiCaprio y Winslet podíamos observar las trágicas evoluciones de un matrimonio de clase media en los años cincuenta enfrentado a sus propios deseos y frustraciones, en ésta, la contemporánea pareja formada por Burt y Verona nos conduce a través del cambiante paisaje Norteamericano, de ciudad en ciudad, de estado en estado, tratando de encontrar un lugar idóneo en el que establecerse, criar a su futura hija y crecer como una verdadera familia. Los anhelos y los miedos son los mismos en ambos casos. Una comienza en clave cómica donde la otra se tuerce hacia la tragedia. Mientras que Burt y Verona deciden moverse y salir en busca de aquello que les falta, el matrimonio Wheeler renuncia fatalmente a la acción.

Mendes recurre una y otra vez a la exploración en torno al comportamiento social (familiar y relacional, especialmente) del individuo. Un lugar donde quedarse es en este sentido resumen y ejemplo claro de su trayectoria. Tras presentar a la (singular —cómo no— al modo indie) pareja protagonista en la pantalla se irán sucediendo distintos modelos de familia que, a la postre, permitirán a Burt y Verona comprenderse mejor a sí mismos y sentirse al fin a gusto con su propia existencia. Conclusión: el ideal no existe, somos un cúmulo de excepciones. El problema (evidente y recurrente, en la obra de Mendes) reside en el modo en el que el director de American Beauty (Sam Mendes, 1999) muestra estos reflejos, situándose siempre a medio camino entre la distancia irónica que recuerda al ácido tono humorístico de las novelas de Tom Sharpe (cf. lo alocado del comportamiento de los padres de Burt; la estúpida, en todos los aspectos, familia de la antigua jefa de Verona en Phoenix; o los delirios new age de la amiga de la infancia de Burt), y un sentido del dramatismo flou, autoconsciente y de vocación pseudo-existencialista (las visitas a sus amigos en Montreal y el hermano de Burt). Aquí es donde encontramos, de nuevo, la carencia de sutileza.  Pareciera que Mendes tuviese tanto terror a profundizar en sus propias historias como lo tienen sus personajes de enfrentarse a sus vidas. Es por esta misma razón que sus películas resultan desequilibradas. Siempre situado un punto por encima o por delante de sus personajes y de su puesta en escena —¡tan lejos de Renoir!—. La medianía e indecisión al exponer sus intereses son lo que impiden que se convierta en un cineasta en verdad interesante. Como la mayoría de cineastas mediocres, Sam Mendes, quiere nadar y guardar la ropa.


[1] Alexander Zárate «Estudio Sam Mendes, Fuera de modas», Dirigido por… nº394, noviembre 2009, pág.54.

[2] Como bien señala el compañero Israel Paredes en su reseña en el último número de Dirigido por…