Woyzek

El brillo de un cuchillo ensangrentado

No son demasiadas las ocasiones en las que Werner Herzog se ha aproximado a la literatura en su obra de ficción: Signos de vida (Lebenszeischen, 1965) adapta al romántico alemán Achim von Arnim; Nosferatu, el vampiro de la noche (Nosferatu, Phantom der Nacht, 1979), relectura del clásico de Murnau, se basa más o menos directamente, como aquella, en el Drácula de Bram Stoker; Cobra Verde (Cobra Verde, 1987) tiene su punto de origen en diversos pasajes del El Virrey de Ouidah de Bruce Chatwin. A pesar de sus estudios en literatura y en teatro, el director muniqués, prototipo de cineurgo visionario («Mis películas son lo que yo soy» [1]), parece preferir trabajar con materiales originales a través de los cuales poder mostrar más claramente su mirada sobre la realidad que le rodea. No necesita hablar por boca de otros.

Sin embargo, Woyzek antes de convertirse en una de las películas más personales de Herzog, fue la obra dramática póstuma e incompleta, basada en el caso real de Johann Christian Woyzek, asesino decapitado en Leipzig en el año 1824, de Georg Büchner. En manos de Büchner,  lejos de limitarse a ser la simple historia de un crimen pasional, la de Woyzek se convierte, como señalan Knut Forssmann y Jordi Jané, en «la parábola profundamente conmovedora del individuo acosado y destruido» [2]. El autor de La muerte de Danton, a través del mismo espíritu revolucionario que caracteriza toda su obra, elabora un drama social en el que el verdugo se convierte en víctima de la sociedad que le rodea: el capitán, el tambor mayor y el médico son figuras simbólicas de la degradación, el sometimiento y la humillación a la que se ve sometido todo individuo al contacto con las instituciones sociales, y que desemboca irremediablemente en violencia[3].

Con guión del propio Herzog, que respeta la tragedia de forma casi literal [4], cada secuencia está rodada a menudo sin fracturas, en un único plano, intentando capturar toda la intensidad dramática de la obra de Büchner y, a la vez, de la interpretación de los actores. Especialmente la de Klaus Kinski, enemigo íntimo de Herzog, y que el propio director ha descrito como un actor ególatra y atormentado. Ese desequilibrio suyo (sus famosos ataques de cólera impredecibles, esa creencia en sí mismo «como si fuese un genio caído del cielo» [5]), su histrionismo casi expresionista, hacen de él, como en los casos de Lope de Aguirre y Fitzcarraldo, el mejor Franz Woyzek imaginable. Es más, en contra de la opinión de Stanley Kauffmann [6], en su interpretación podemos apreciar, a medida que Woyzek se deja arrastrar por la degradación, una evolución dramática que le conduce, tenue pero perceptiblemente, hasta la enajenación y el asesinato. Junto a él, destaca también la interpretación de Eva Mattes (como Marie, la esposa del soldado), frágil y sensual, que contrapunta el delirio de Kinski y que recuerda a su trabajo, encarnando a la prostituta Eva, en su anterior colaboración con Herzog, Stroszek (Stroszek, 1976-77).     

Lejos de caer en una puesta en escena barroca de la obra de Büchner, Herzog plantea un naturalismo que simplifica al máximo todos los elementos (decorados y escenografías, movimientos de cámara, montaje…) que pudieran, al resultar enfáticos, restar fuerza dramática a la película. Se confía al texto y a la energía interpretativa de sus actores. Dos son las excepciones. En la secuencia inicial de la instrucción el director utiliza un procedimiento de imagen acelerada, asociado generalmente a un efecto cómico (de Mack Sennett a Zazie en el metro o A Hard Day’s Night), con el que trata de reducir al absurdo, gracias a su carácter grotesco, el mundo alienante y vejatorio que rodea a su protagonista. En la segunda, el clímax de la película, la secuencia del asesinato de Marie, vemos el apuñalamiento ralentizado (acompañado musicalmente en off por el Concierto para Oboe en D menor de Marcello), lo que resulta efectivo tanto dramática como emocionalmente, ya que dota a la secuencia de todo el patetismo de ese alma en vilo, condenada a matar aquello que ama.

Así, el Woyzek de Herzog continúa siendo ante todo un drama existencial sobre la «condición humana» que se apoya decisivamente en el elemento social para demostrar que la responsabilidad del criminal no siempre descansa en su propia condición individual sino, a menudo, en el medio social en el que se desenvuelve. Una lectura socio-política, que Herzog recoge del propio Büchner, de gran vigencia, dado que su finalidad no es otra que la de, en palabras de Marcuse, «forzar al régimen seudo-liberal a revelar su esencia represiva» [7].


[1] Declaración de W.H. recogida en Werner Herzog: una retrospectiva (Madrid, Goethe Institut, 1996), p. 28.

[2] En la Introducción a Büchner, Georg: Obras Completas, Madrid, Editorial Trotta, 1992), p. 31.

[3] «Yo opino lo siguiente -escribe Büchner en una carta de 1833-: si en nuestra época hay algo que puede ayudarnos, ese algo es la violencia«, en Íbid,  p. 225.

[4] Herzog ha excluido la última escena de la obra, la 27, según la edición de Werner R. Lehmann, entre Karl, el idiota, el niño y Woyzek.

[5] En Mi enemigo íntimo (Mein Liebster Feind, 1999), el documental que Herzog dedicó a su particular relación de amor-odio con el actor.

[6] En su crítica de la película para The New Reoublic, recogida en el libro Before My Eyes: Film Criticism and Comment (Da Capo Press, New York, 1980), pp. 173-174.

[7] Le Magazine Littéraire Collections: Les idées de Mai 68: «Marcuse, le prophete du <<grand refus>>«, nº 13 (Hors-Série), abril/mayo 2008, p. 36.