Cenizas
Escribió T.S. Eliot, uno de los escritores más apreciados por Ian Curtis: «Así termina el mundo. No con una explosión. Con un sollozo». Curtis, líder del grupo musical Joy Division, se ahorca el 18 de mayo de 1980. Un suicidio solitario al amanecer. Ni mucho menos la noticia más relevante del día. A las ocho y media de la mañana erupciona en Estados Unidos, país que estaba a punto de acoger una gira de Joy Division, el volcán Monte Santa Helena. Se libera una energía equiparable a treinta mil bombas atómicas como la arrojada en Hiroshima. Mueren cincuenta y siete personas. Cientos de kilómetros cuadrados quedan cubiertos de cenizas.
Un sollozo. Una explosión. ¿Qué revela más en tanto expresión de los términos en que se nos permite existir? ¿Cómo esperamos que plasme el cine la vida y la muerte de un rockero? ¿Y las de un poeta? ¿Y las de un empleado público? ¿Y las de un padre de familia adúltero pero consciente de sus responsabilidades? ¿Y las de un epiléptico cuya medicación le transforma en depresivo? ¿Qué conviene más a nuestra propia estabilidad, a nuestras propias mixtificaciones?
Como fotógrafo, Anton Corbijn contribuyó en su momento a fijar determinada impronta mediática de Joy Division. Imágenes en un blanco y negro intimista, delicado y penetrante. Ideal para ilustrar una breve trayectoria musical que, tras sus primeros escarceos punk, devino atmósfera sonora lúgubre y melancólica. Treinta años después, y como realizador debutante, nueva aproximación de Corbijn a la vida de quien llegase a ser por entonces su amigo. Osada. No magnifica, en detrimento de las otras, una de las citadas facetas biográficas de Curtis. Tampoco le mueve ese ánimo desmitificador que nunca es otra cosa que la manera más retorcida de la mitificación. Se limita a rasgar el velo de los confortables estereotipos emocionales de la cultura pop, que abrazaba en cambio con delectación 24 hour party people (íd. Michael Winterbottom, 2002). Esos estereotipos con los que nos gusta adornarnos en la barra de un local o la cola para entrar a un concierto, y que disimulan nuestra verdadera condición… hasta que regresamos a casa en algún momento de la madrugada, y ni el rosario de pins ni la borrachera resultan tener el poder de continuar evitando que escuchemos. Esos estereotipos, en el caso de Curtis, forjados por el mismo Corbijn con sus fotografías; por los testigos que han querido ser co-protagonistas, por el merchandising, por los documentales que han impreso la leyenda, por los fans y demás ralea; por el tiempo.
Y Corbijn predica con el ejemplo. En Control, de nuevo el blanco y negro. Pero en movimiento fecundo. Su mirada, coartada por la presión de lo que ya es culto sectario, rastrea en una superficie representativa agostada los signos de vida que la generaron. Y, aun a costa de que se discuta la pervivencia de sus constantes y argucias como artista, Corbijn los encuentra. Se conjura el ahora de entonces. El ahora. Corbijn: «Algunos frecuentan el pasado por razones sentimentales. Otros, para comprender mejor el presente».
El control de que intentó hacer gala un chaval de veintidós años para sobrellevar una existencia tan pesarosa como para hacerle anhelar «ser una serigrafía de Warhol», es el que aplica Corbijn para ser fiel al Curtis que respiró un día a su lado. No existe intención narrativa ninguna que delate una opinión establecida, interesada, respecto del sujeto, con la distancia que dan los años. Tampoco una perspectiva sociocultural que le haría ser un síntoma. Ian ríe, actúa, lee, trabaja, ama, y se cansa de sufrir. Y cuando eso ocurre, sus cenizas surcan los cielos de Manchester, y comprendemos que un sollozo también es una explosión; que, de hecho, puede tener una reverberación mucho mayor. ¿Quién se acuerda hoy de la erupción del Santa Helena? ¿Cómo no seguir estremeciéndonos cuando escuchamos Something must break now This life isn’t mine Something must break now Wait for the time Well, something must break?