Cuscús

Imágenes justas

Rememorar. Inventariar. Recapitular. Tanto da qué verbo conjuguemos para expresarlo. Porque, una vez transcurrido cierto tiempo, nos vemos obligados a frenar, a mirar atrás e intentar calibrar lo que hemos hecho, lo que hemos visto y lo que hemos sentido. Esto sucede, por ejemplo, cada vez que nos piden que hagamos algo tan frívolo (y divertido) como formular una lista de lo mejor del año o de la década. Llegados a este punto, cada uno establece sus propios criterios y los míos respecto al cine suelen estar muy ligados a la experiencia subjetiva durante el mismo visionado de la película y a la vivencia que ésta ha dejado en mí. Evocando quizá la magdalena de Proust, Serge Daney supo expresar bien este sentir cuando decía que como espectadores debíamos trabajar con la memoria, con el modo en que los filmes habitaban en nuestro recuerdo. En parte por ello, me decanté por escribir sobre Cuscús.

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Estrenada discreta y tardíamente a principios de 2009, la tercera película de Abdellatif Kechiche es, ante todo, una pieza de sensaciones, de estados de ánimo. Es fácil recordar de ella el modo en que discuten, comen y sufren los personajes. También percibir los olores del escenario portuario y de las cocinas, escuchar los ritmos musicales y advertir la vitalidad atrapada por una cámara que ama a sus actores. Más difuminados quedan tanto el argumento en sí como, por fortuna, el esperado discurso (prácticamente ausente, más bien soterrado) en pos de la (des)integración racial en Francia. Pues, tal como sucedía en La escurridiza, o cómo esquivar el amor (L’esquive, 2003), anterior obra del cineasta franco-tunecino, aquí no se pretende sentar cátedra ni imponer discursos sino dar voz a una comunidad. Es decir, dejar espacio a un relato donde se huya del exotismo y del progresismo de salón y en el que los personajes no sean herramientas de un panfleto sino individuos con derecho a una representación justa, a una ficción en la que no tengan que justificar constantemente sus acciones ni esconder sus contradicciones.

Si Kechiche había sabido filmar una encantadora historia de (des)amor adolescente en el barrio suburbial de Franc-Moisin, esta vez intenta dar un paso más allá del pequeño núcleo de individuos antes tratado y aborda un expansivo fresco familiar (equiparable en matices y número de personajes al último Arnaud Desplechin) a partir de una anécdota mínima que, en manos de otro director, habría dado pie a la superficialidad militante o, peor aún, a la enésima historia de superación y redención personal. Su apuesta es bien distinta y no se puede desligar de una tradición cinematográfica, entre popular y radical, que nace en John Cassavetes, se consolida en Maurice Pialat y apenas cuenta con representantes en la actualidad. El actor juega, por tanto, un papel esencial tanto en su íntima relación con el cineasta como en el modo en que se inscribe en un relato del que es absoluto protagonista y donde goza del tiempo necesario para expresarse en larguísimos diálogos que rompen las muy codificadas pautas a las que nos ha acostumbrado el cine narrativo.

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Huyendo generalmente del plano secuencia —el cineasta corta constantemente, con agresividad, buscando el enfoque más certero en cada conversación—, Kechiche sí se decanta por llevar hasta el paroxismo la extensión de las escenas ya practicada en La escurridiza… y logra que, a medida que transcurre el metraje, nos adaptemos al ritmo de sus personajes y conflictos. De esa paciencia, de esa perseverancia (también presente en la actitud del protagonista, amigo íntimo del fallecido padre del director, al que va dedicado el filme) surgen, al menos, un par de monólogos para el recuerdo —que nacen en las páginas del guión, pero que sólo cobran sentido en el modo en que son declamados por sus respectivas actrices— y una audaz estructura en forma de árbol que es, en esencia, descriptiva, pero que, en el último tramo de la película, pasa a ser enunciativa y felizmente irresolutiva.

El cineasta franco-tunecino da, por tanto, un paso más allá que su compatriota Laurent Cantet en La clase (Entre les murs, 2008) y, a su vez, supera los logros de su anterior filme. Se atreve a hablar en voz alta, a dirigir acciones y a posicionarse sin perder los estribos. Es decir, a mostrar subversiva y sutilmente aquello que tan bien expresaba el dramaturgo Pierre de Marivaux —citado y representado en La escurridiza…— cuando advertía que, pese a todo, nacemos condicionados por nuestro medio original. Kechiche lo sabe y en su atrevimiento (ético y estético) desequilibra la ficción —con un montaje paralelo final de lo más desmesurado— en beneficio de la contundencia trágica de lo narrado (las raíces clásicas no se acaban aquí: hay una extraordinaria escena central en la que un conjunto de músicos comenta la acción y ubica al espectador a modo de coro griego) que, si bien se acerca peligrosamente al cuento moral («te salvan los que más desprecias»), queda plasmado en un personaje sin respiración y en una extenuante danza del vientre. Dos imágenes fuertes, justas, que retiene la memoria (ya pensaba en ellas antes de revisionar el filme para escribir este artículo) y que expresan una fuerza ausente en la mayoría de retratos audiovisuales no sólo dedicados a las últimas dos generaciones de franco-africanos sino a todas aquellas comunidades simplificadas por el cine y tristemente conocidas como minorías étnicas.