Sombras y niebla
En apenas diez años, y con tan sólo un puñado de títulos como director y productor, Judd Apatow, se ha convertido en uno de los nombres indispensables para entender la nueva comedia americana. Sin aportar elementos particularmente innovadores, nuestro hombre, ha conseguido revitalizar un género que parece condenado a sufrir continuamente los vaivenes característicos de una montaña rusa. Deudor hasta cierto punto de la esencia de las películas rodadas en los años ochenta por John Hughes, Apatow por derecho propio merece ser definido como auténtico artista del equilibrio. Sus films parecen el resultado de una ecuación sorprendente que se construye a partir del sentimentalismo, la escatología, el humor negro y la reflexión generacional. Un tanto sobrevalorado, quizá, sus películas son, por encima de todo, un esperanzador soplo de aire fresco en el desolador panorama de la comedia contemporánea estadounidense.
Los tipos que deambulan por títulos como Virgen a los 40 (The 40 year old virgin, 2005) o Lío embarazoso (Knocked up, 2007) son perdedores, freaks, aspirantes a cómicos, niños, en definitiva, encerrados en el cuerpo de gente que ya ha superado la treintena. Chiquillos atrapados en un cuerpo adulto. Esta afirmación no es producto del azar. Uno de los muchos personajes fundamentales de la comedia norteamericana de los ochenta continua siendo Josh Baskin, el mocoso que desea ser mayor frente al mago de una atracción de magia en la feria, y se despierta a la mañana siguiente encerrado en el cuerpo de Tom Hanks. Sabemos como termina esta historia. El niño vuelve a ser niño y con el tiempo se convierte además de en uno de los actores más respetados (y sobrevalorados) de su país, en un auténtico aguafiestas aburrido. Poco imaginaba el pequeño Baskin que veinte años después de bailar entre carcajadas en una juguetería, sería un señor muy serio y con cara de acelga, a quien siempre sientan en la primera fila en las entregas de Oscar, por que por lo general o presenta un galardón o le cae una de esas estatuillas tan feas.
A principios del siglo XXI, muchos críos que querían ser grandes, para hacer lo que se les antojará, siguen siendo chiquillos que continúan sin poder hacer lo que les da la real gana. Por mucho que pasen los años y ya estén a punto de cumplir los treinta, gente como Ira Wright o Ben Stone están (¡afortunadamente!) condenados a no crecer.
¿Tom Hanks, por ejemplo, ahora mismo es mejor intérprete, después de trabajos como Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, Steven Spielberg, 1998) y La milla verde (The green mile, Frank Darabont, 1999), y convertirse en uno de los actores más respetados y admirados de la industria hollywoodiense, que hace aproximadamente veinte años cuando sin tanta pompa daba vida a los protagonistas de títulos tan reivindicables como Esta casa es una ruina (The money pit, Richard Benjamin, 1986) o la mencionada Big? Si obviamos las tablas y la presencia que pueden llegar a dar la experiencia, objetivamente hablando, no hay una evolución tan asombrosa en el actor. Sin embargo, un aura de solemnidad, bastante absurda por otra parte, parece cubrirlo en los últimos años. Por supuesto, el paralelismo que torpemente trato de establecer entre Apatow y Hanks es tan arbitrario como caprichoso y endeble. El cineasta pese a gozar de un sano reconocimiento crítico y estar detrás de trabajos que además de estar bien resueltos han funcionado en taquilla, está aún muy lejos de los fastos y el reconocimiento mundial que rodea al más bien soporífero Forrest Gump. La carrera del director además de ser meteórica, hace apenas una década apenas era un aspirante a escritor, y encontrarse en uno de sus momentos más dulces, aún está por asentarse verdaderamente. Aún así, justificadamente, o no, tengo la sensación de que lenta pero firmemente va acercándose a ese tipo de artista que no duda en ladrar en la ceremonia de entrega de los Oscar que es El rey del mundo. Todo esto, soy consciente, no dejan de ser palabrería y divagaciones más bien gratuitas, pero lo que es innegable es que empieza a detectarse en las producciones de Jud Apatow cierta tendencia al gigantismo. Su último film, Hazme reír, es un perfecto ejemplo de esta afirmación.
Si tuviera que resumir mis impresiones sobre las aventuras de esta gente divertida en unas pocas palabras (viendo la extensión que empieza a tener este texto, me temo que muchos lectores me lo agradecerían), rápidamente, podría afirmar que se trata de una correcta comedia agridulce, bien construida e interpretada; posiblemente, una de las producciones más sólidas que el género en USA nos ha ofrecido a lo largo de 2009. ¡Suscribiría sin dudarlo un instante esta afirmación! Ahora bien, ¿y si la escueta reseña fuera muy diferente? Supongamos que dijera algo así como que Hazme reír es una irregular producción que dilata durante más de dos horas y media una historia que, conforme avanza, más indiferencia produce en el espectador. Las buenas ideas y los amargos apuntes sobre los aspirantes a humoristas que encontramos durante toda la primera parte no son suficientes para sostener al conjunto frente a la superficialidad y el trazo grueso de la última hora de metraje. ¡Me temo que también me vería obligado a respaldarla! Y es que esta comedia además de una de las más notables de todo este año es una de las más lúcidas miradas al mundo del show business, que la gran industria cinematográfica nos ha ofrecido en los últimos años. Creo que no sería descabellado tener que retrotraernos a trabajos como Broadway Danny Rose (Woody Allen, 1984) o en menor medida El rey de la comedia (The king of comedy, Martin Scorsese, 1982) para encontrar acercamientos tan incisivos y consecuentes al mundo de la comedia, realizados en Estados Unidos.
A lo largo de aproximadamente noventa minutos y utilizando para su labor a un actor consagrado (interpretado por el Adam Sandler más inspirado que recuerdo) y a un aspirante a humorista (al que encarna Seth Rogen, quien en apenas unos años está convirtiéndose en uno de los rostros más carismáticos de la comedia actual, pese a que todavía no haya encontrado un papel lo suficientemente atractivo y completo para acabar de despegar), Apatow, moviéndose, brillantemente, entre la comedia más desenfadada y el drama más trágico, construye uno de los films más valiosos y sensatos sobre su propia esencia, los artistas que buscan la sonrisa. Es en el retrato, que hace del día a día de un aspirante a cómico, donde el realizador consigue los aciertos más notables. La descripción de los diferentes caracteres, las envidias, los enfrentamientos entre antagonistas y las decepciones con que Ira Wright se enfrenta a lo largo del metraje, están resueltos con una sencillez verdaderamente admirable. Casi como una prolongación de los personajes de Lío embarazoso, la pandilla de Ira, parece vivir en un continuo campamento de verano que sobrevive fantaseando con un futuro brillante como estrellas del espectáculo y luchando contra el paso del tiempo. El tiempo, curiosamente, ha atrapado irremediablemente a George Simmons, uno de los intérpretes cómicos más famosos de Hollywood. Su vida transcurre entre la opulencia, la superficialidad y el desencanto típicos de la estrella que lo tiene todo. Simplemente apareciendo en un escenario el público empieza a reír, es una estrella cotizada, protagonista de películas tan taquilleras como El sirenito, y su vida personal es un desastre, como no podía ser de otra forma tratándose de un tipo que responde al 100% al perfil de famoso. Pese a estar en la cumbre, su humor se ha adocenado, incluso al contar un chiste escatológico parece tratar de hacerlo siempre desde el cómodo refugio de lo políticamente correcto. Es el clásico actor que parece ya haber dado todo de si y por eso su vida se está acabando. Una enfermedad terminal sesgará su existencia en apenas unos meses. Y en ese tiempo, Simmons tratará torpemente de hacer balance de su vida, su singladura, sus fracasos, sus deseos… todo en definitiva, típico y tópico, de no ser por la repentina aparición de Ira en toda esta tragedia. El aspirante a cómico además de en improvisado asistente personal de la estrella se convertirá en su guionista, en la nueva esencia de George. Así, los nuevos chistes rejuvenecerán al cómico hasta el punto de que milagrosamente su dolencia desaparecerá de la noche a la mañana, sin que consiga explicárselo el médico que lo trata, que curiosamente guarda un más que sospechoso parecido con el olvidado bailarín y ocasional actor Alexander Godunov; similitud física ya apuntada, por otra parte, por los dos protagonistas durante la primera consulta. Simmons encuentra la fuente de la vida a través de Wright y resucita. Sin embargo, las nuevas palabras que surgen del aprendiz no dejan de ser las suyas, pues el joven Ira no es otro que George veinte años antes y George es Ira veinte años después. Ambos son en realidad el reflejo del otro y por eso están condenados a estar juntos pese a todo, como se apunta en el último plano del film.
¿En qué punto vital se encuentra Judd Apatow, está más cerca de Ira o de George? ¿Es el joven aspirante o la estrella consagrada, es Josh Baskin tocando el enorme piano, como pretende hacernos creer, o es el Baskin que recoge galardones vestido con un impecable esmoquin? La respuesta parece obvia. Una vez resucitado, George decide reencontrarse con el gran amor de su vida, Laura, y recuperarla. Se produce entonces un cambio brusco en la narración y forma y dejando de lado todos los hallazgos de la primera mitad se convierte inesperadamente en una agradable pero excesivamente intrascendente y manida comedia sentimental, apenas destacable en los momentos en que el personaje de Rogen recupera protagonismo. Relativamente bien resuelta, juega de forma implacable en contra de esta segunda parte el grato sabor que nos ha dejado la primera hora y media. Por momentos, podemos llegar a creer que estamos visionando dos títulos diferentes; casi como si estuviéramos en un cine de doble sesión y nos hubiésemos dormido en la primera película para de pronto despertarnos en la segunda, que comparte protagonistas pero tanto en tono como en intenciones es completamente contraria. Todo el atractivo de los dos personajes principales se pierde entre las vulgaridades sobre los amores de juventud perdidos y las segundas oportunidades y un elenco de nuevos personajes absolutamente planos y soporíferos, encabezados por un más que desorientado Eric Bana.
Apatow, ya no es en definitiva un escritor en ciernes, vive en el mundo de cristal de George y ve cada vez con mayor distancia el de Ira. La decisión vital, absolutamente convencional, de su personaje lo delatan. En el fondo se está convirtiendo en todo un sentimental conformista y esta transformación puede resultar fatal para su mirada. La relativa lucidez que demuestra al evitar que George y Laura terminen juntos en el clásico happy end, no parece suficiente para ocultar todas las insuficiencias y errores de conjunto y conseguir que la película remonte en el desenlace. Hablaba, bastante más arriba (¡Lo lamento, querido lector!) de ciertas dosis de gigantismo en esta película. Tratando de construir una obra ambiciosa y compleja sobre sus personajes (y una vez más sobre si mismo), precisamente la ambición parece haber cegado al artista y le ha hecho perder la oportunidad de construir un hermoso, divertido y amargo film sobre dos cómicos, con el que en apenas noventa minutos nos hubiera ofrecido además de su mejor trabajo, una de las cintas más redondas del reciente cine estadounidense.