La cinta blanca

Las raíces del mal

Cierto sector de la crítica tiene a Michael Haneke por auténtico cineasta-faro de lo que podría denominarse como la conciencia de Europa. En circunstancias normales, sería absurdo reducir los problemas de un continente al malestar de la burguesía de clase media-alta —vienesa, parisina, etc.—, el objetivo predilecto del realizador austriaco. Sin embargo, Haneke parece intuir que tras los gestos de alarma de sus personajes existe un horror mayor del que sus ficciones proyectan; un sentimiento de miseria moral que discute que la transición efectuada entre la experiencia del Holocausto y el capitalismo tardío haya producido los efectos deseados. En definitiva, que el malestar que precipitó la ruptura moderna no se haya prolongado, de manera subterránea, hasta nuestra sociedad actual.

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A diferencia de Nicolas Klotz, Haneke no piensa que haya que rastrear el lenguaje en busca de los restos del naufragio. Basta con observar la deriva emocional provocada por el flujo constante y sin freno de capital; la manera en que el núcleo familiar asimila la dependencia sobre sus posesiones materiales, que definen con mayor precisión el valor de sus vidas. Pero, sobre todo, cómo esa glaciación emocional repercute en la mirada infantil, la hiere de muerte y reconfigura para hacer de los niños los verdugos del mañana. Para convertirles en un futuro Benny o Paul, esto es, en individuos amorales que decidan arbitrariamente observar o no lo moral. Monstruos con rostros humanos que sirvan para identificar el mal, el error que ha cometido la generación predecesora.

En La cinta blanca Haneke expone los orígenes del mal. Un pueblo del norte de Alemania es el escenario de una serie de brotes de violencia que funden a sus habitantes en la preocupación. El acierto de Haneke, más allá del relato tópico de la crueldad de sus personajes —a veces exacerbada, a veces atenuada— es situar a un maestro rural en el eje de la historia. La educación es la clave, el transmisor de una u otra forma de ver el mundo, que aquellos que tienen que levantarlo —la infancia— asimilarán. Theodor W. Adorno se preguntaba, en un texto a propósito de la pedagogía tras Auschwitz, qué mecanismos podrían volver a los hombres capaces de tales atrocidades. Haneke lleva un poco más allá la pregunta: ¿Qué mecanismos podrían volver a los niños capaces de tales atrocidades?

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Los adultos son crueles, autoritarios, despiadados y amorales; capaces de establecer vínculos de dependencia y cortarlos cuando ya no los necesitan. Sin embargo, frente a un cambio de régimen, de sentido político, se comportan como niños. Los personajes de La cinta blanca no están psicológicamente preparados para determinarse a sí mismos, no tienen fuerza de autonomía, y el fin del imperio les sume en una suerte de infancia política. Por eso, Haneke interpreta que la falta de asideros, de líderes a los que seguir, así como de iniciativa para construir, subordina a ese grupo de hombres y mujeres a una espiral de violencia que precipitará la exaltación irracional de unos valores fundados en la desigualdad, la exclusión y el asesinato. Valores que serán ejecutados por unos niños que testimonian el declive de una forma de vida y lo sintetizan no como el nacimiento de otra etapa, sino como la prolongación exacerbada de la misma: la voluntad popular como inclinación a la cultura de la muerte y el genocidio.

En 1984 el cineasta norteamericano Robert Kramer registraba en Notre Nazi el ajuste de cuentas de un director, Thomas Harlan, con su pasado. En lugar de elaboradas metáforas, Harlan contrató a un viejo nazi para, prácticamente, interpretarse a sí mismo frente a la cámara, con la secreta intención de torturarlo emocionalmente y purgar así su mala conciencia. De ahí que esa patética situación registrada por la cámara de Kramer describiese la herida que atravesaba —y atraviesa— a una sociedad no reconciliada. Haneke nunca conseguirá retratar el horror de manera frontal, así como tampoco liberar su discurso de cierta carga moralista. Se entretiene demasiado en cómo mostrar o eludir la exhibición de agresiones contra el ser humano. Pero olvida, y habría que recordar a Klotz o Lanzmann, que el verdadero huevo de la serpiente habita en el lenguaje, la superficie sobre la que se inscriben todas esas agresiones, vejaciones y destrucciones operadas desde el interés y la sed de poder. El testigo mudo de las heridas sin cicatrizar y el mecanismo para hacernos capaces de tales atrocidades.