La sombra del poder

Elogio del papel entintado

En mayo de 2004, el diplomático Paul Bremer fue nombrado Director de la Reconstrucción y Asistencia Humanitaria a Iraq, convirtiéndose en uno de los máximos responsables de reorganizar el territorio en su convulsa posguerra. Poco antes de abandonar su cargo, tomó una de las decisiones más polémicas de los últimos años en cuanto a política exterior se refiere: firmó una ordenanza que permitió que las empresas militares privadas activas en el país obtuvieran total inmunidad frente a las leyes iraquíes. Tuvieron que morir 17 civiles a manos de la funestamente célebre compañía Blackwater para que el gobierno iraquí atara las manos a las agencias americanas proveedoras de servicios de defensa, retirándoles su ilimitado margen de maniobra. El advenimiento de esta era de pánico  también tuvo consecuencias parecidas en terreno estadounidense: tras los atentados del 11-S, ha proliferado la presencia de dichas agencias en puntos estratégicos del país.

De esta perceptible y muy vigente realidad política se nutre el demandado y comercial guionista Tony Gilroy para moldear el guión de La sombra del poder (State of play, Kevin McDonald), inspirada, a su vez, en la miniserie homónima emitida por BBC en 2003. Situándose o no tras las cámaras, Gilroy demuestra un talento sobresaliente para rebuscar en nuestro sórdido panorama sociopolítico y recoger, de entre los obscenos tejemanejes, los más susceptibles de calar en la sensibilidad del gran público. Notablemente concienciado del deplorable estado de las cosas, ha sabido encajar sombrías exposiciones (nunca disecciones, hay que decirlo) en torno a las cloacas del poder con narraciones ágiles, dinámicas y de fácil digestión: El caso Bourne (The Bourne Identity, Doug Liman), El mito Bourne (The Bourne Supremacy, Paul Greengrass) y  El últimatum Bourne (The Bourne Ultimatum, Paul Greengrass) son las muestras más evidentes.

No resulta extraña su alianza laboral con el canadiense Kevin Mcdonald, que en El último rey de Escocia (The Last King of Scotland, 2007) dedicó una cáustica ojeada retrospectiva al tragicómico genocida Idi Amin. Demostró así talento para exponer una truculenta historia en imágenes de estimable vigor visual.

La sombra del poder bebe directamente del género negro para narrar las pesquisas de un periodista (y su acompañante femenina) tratando de desmantelar la campaña de difamación amarilla que está aplastando a un amigo congresista (Ben Affleck, sorprendentemente aceptable), y que encubre, en apariencia, una gigantesca trama de corrupción política. La sombra de Raymond Chandler es alargada: dos asuntos en apariencia distantes, el asesinato de un ratero y el asesinato de la amante del congresista acaban encauzándose en un único caso,  pesquisado por Cal McCafrey (carismático Russell Crowe), que, como Philip Marlowe, usa el tanteo como modus operandi, oculta pruebas a la policía y conserva un sentido de la profesionalidad que le ha valido el respeto entre los suyos. Siguiendo la estela de Todos los hombres del presidente (All the President´s Men, Alan J. Pakula), sobresale por encima de su crítica básica pero efectiva a las corruptelas de turno, la incisiva reflexión alrededor del curso actual del periodismo de investigación y de su relación con el poder establecido. Así, constata con acierto la tensión latente entre un viejo medio de comunicación, el periódico impreso, y el flujo dinámico y continuo de información que fluye de Internet, prestando especial atención a la eclosión de la blogosfera en los últimos años. Mcdonald-Gilroy se inclinan por la nostalgia, asociando el papel impreso con el compromiso del periodista que busca la verdad caiga quien caiga, frente a las ediciones digitales y su ingente y nada selecto maremágnum de noticias donde el amarillismo y la intención efectista ganan el pulso a la rigurosidad. No deja de ser una apuesta ingenua, y quizás por ello más entrañable y épica, la de glorificar al antihéroe regordete, imperfecto pero indeciblemente honesto que persigue el sueño de alcanzar la imposible objetividad. Y aunque tras múltiples —pero calculados, coherentes y nada tramposos giros de guión—, la película apueste por una reconciliación entre los nuevos y los viejos medios (con el último plano de los dos íntegros periodistas marchándose de la redacción en penumbras) los brillantes títulos de crédito finales son una emotiva reivindicación del diario de toda la vida, y por extensión, de esos hombres y mujeres incorruptibles que fatigan calles y puertas, que luchan contra el reloj hasta el último segundo del día, con tal de encerrar cada jornada, entre negra tinta y pulpa de celulosa, una ración de verdad diaria.