S-21: La máquina roja de matar

El clamor de dos millones de muertos

A veces, aunque no a menudo, la distribución cinematográfica en nuestro país aún sabe sorprendernos… Para bien. Este es el caso de S-21, La máquina roja de matar (S-21, La machine de mort Khmère rouge, 2002), el documental de Rithy Panh, que llegó en 2009 a nuestras pantallas con siete años de retraso. ¿Será cuestión de tener fe? En cualquier caso hay que felicitar a Sagrera, su distribuidora, por un acto de tamaña valentía.

«S-21 es una película contra el olvido» [1], ha escrito en las páginas de Cahiers du cinéma-España mi compañero Jaime Pena. Me atrevería a decir aún más. Cuando un pueblo no dispone de su historia, en este caso a través de sus imágenes, todo lo que hace está perdido. Se cae en el olvido, o, lo que es peor, en la desmemoria. Rithy Panh, gracias a esta película admirable y plena, le ha devuelto a los camboyanos (y de paso al resto del mundo) la historia reciente de su país como la herencia más preciada. «Sin el genocidio, sin las guerras —confiesa Panh—, no me hubiera hecho cineasta (…) Es imposible vivir en el olvido. Uno corre el riesgo de perder su alma» [2]. Precisamente por ello, del combate contra la pérdida, surge la necesidad de un film como éste: el cine por memoria.

s211

El siglo XX, el siglo del genocidio. Holocaustos, limpiezas étnicas, masacres y barbarie. Da vértigo pensar en los millones de muertos, en las cifras y estadísticas que reflejan la aniquilación del hombre por el hombre. «El totalitarismo busca —reflexiona arendtianmente Paul Ricoeur—, no la dominación despótica sobre los hombres, sino un sistema en que los hombres sean superfluos». La aniquilación jemer así lo prueba. Hay algo primitivo en su masacre, una suerte de versión tercermundista del asesinato masivo. La falta de industrialización y tecnología devuelve el asesinato a sus orígenes: un acto tosco, rudo, improductivo. Nada de fábricas de muerte al estilo nazi. Ningún beneficio industrial. Solo la aniquilación de todo potencial enemigo: «Más vale detener por error que permitir que el enemigo nos corroa por dentro».

Las dos cuestiones principales a las que se ha enfrentado Panh al filmar su película son las siguientes: ¿Cómo poder reconstruir, primero, y trasmitir, después, la memoria colectiva sobre ese horror?, y, sobre todo, ¿cómo representarlo? S-21 utiliza el mismo mecanismo de Shoah (1985), seguramente su fuente de alimentación y su modelo, es decir, la memoria directa como instrumento de trasmisión de toda esa abyección casi inimaginable. El film de Lanzmann desechaba todo material documental indirecto (imágenes de archivo, declaraciones de especialistas, etc) en favor del testimonio de los supervivientes y verdugos; la palabra. Aquí, por el contrario, se hacen algunas concesiones a otras fuentes (el breve montaje introductorio en base a stock footage, por ejemplo), se re-equilibra el peso de la imagen frente al del texto y se construye el eje principal de la película no a través de la mirada de los supervivientes sino de la de los verdugos. Rithy Panh no solo cede gustoso, como aquel, el discurso a sus protagonistas (once verdugos frente a dos supervivientes), sino que, además, re-presenta el horror jemer (es decir, nos lo trae de vuelta) al enfrentar a estos primeros con las pinturas de Vann Nath, superviviente, que plasman todo aquel terror. El arte desborda a la desmemoria. Más tarde, ellos retoman el ritual de los horrores ya celebrados, al escenificar ante la cámara su antigua cotidianidad, su día-a-día de asesinos en el S-21, el lugar mismo del crimen, ese centro educativo reconvertido en matadero jemer y, ahora, Museo del Genocidio Tuol Sleng. Y es que, en el film, conviven tres dialécticas distintas surgidas de la confrontación verdugos/víctimas, verdugos/verdugos y verdugos/archivos. Tres enfrentamientos a través de los cuales recomponer la lógica de un perverso sistema organizado de exterminio. Tres enfrentamientos a partir de los que surge el reconocimiento de su culpabilidad. Más no, imposible. No hay remordimientos más allá de la culpa. Los asesinos, desde su papel de subalternos, pretenden ser víctimas también. Sujetos fagocitados por la maquinaria de la aniquilación. «Una vez puesta en marcha, ¿quién puede detenerla?», tratarán de consolarse. Algo es algo. La confesión, la admisión de sus crímenes es ya bastante: «los espectadores camboyanos por primera vez han podido oír a los verdugos reconocer sus actos» [3]. Por fin se ha roto el silencio.

s212

Lo que Rithy Panh ha creado con S-21. La máquina roja de matar, una película inolvidable, absolutamente necesaria, es una pedagogía de la memoria. Un hacer ver algo que se resistía a ser representado. Y lo que es más importante, a través de los testimonios, con su testimonio, aprehender globalmente lo que significó el exterminio jemer para el pueblo camboyano, es decir, revivir, por espacio de una hora y cuarenta minutos, el clamor de dos millones de víctimas inocentes.


[1]Pena, Jaime: Después del exterminio en Cahiers du cinéma-España nº 21, marzo 2009, p. 32.

[2] Panh, Rithy: Soy un agrimensor de memorias en Cahiers du cinéma-España nº 21, marzo 2009, p. 65.

[3] Panh, Ritty: Op. cit., p. 68.