Aldrich y la violencia

Robert Aldrich y la generación de la violencia

Hablar de generaciones dentro del cine es un asunto comprometido que exige rigor. Si no, en la mayoría de los casos acaba convirtiéndose en un ejercicio especulativo y arbitrario que relaciona nombres, según criterios a menudo laxos, con tantos elementos o más de disparidad entre sí de aquellos que se pretenden comunes. En el presente artículo, antes de tratar la figura de Robert Aldrich respecto a ese grupo de contemporáneos suyos, intentaremos sistematizar el concepto de la generación de la violencia del cine norteamericano. A primera vista, como señala oportunamente Antonio José Navarro, éste «no es más que un invento hermenéutico para poder acercarse, con mayor comodidad, al progresivo afianzamiento de un cine violento, física y moralmente hablando, en el Hollywood de los años cincuenta y primeros sesenta» [1]. Es decir, se trata de una etiqueta destinada, entre otras muchas cosas, a simplificar el análisis de los cambios (determinantes) producidos dentro del cine de Hollywood en la década de los 50 y que significaron la ruptura entre el clasicismo y la modernidad.

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Desde la Teoría de la Literatura, el concepto de generación se ha abordado en base a una serie de elementos tales como la proximidad en la fecha de nacimiento de sus integrantes, una formación o experiencia vital semejante, unos determinados rasgos temáticos y estilísticos comunes, y, especialmente, la presencia de un acontecimiento generacional que los agrupe. Respecto a la primera condición, el intervalo 1906-1918 aglutina el nacimiento de todos los presuntos miembros del grupo; Anthony Mann (1906), Samuel Fuller y Nicholas Ray (1911), Richard Brooks y Donald Siegel (1912), Richard Fleischer (1916) y Robert Aldrich (1918). El debut de todos ellos en la dirección gira en torno a otra fecha común: el cambio de los 40 y los 50. Sin embargo, no podemos hablar de un recorrido vital similar. Fuller y Brooks, que provienen del periodismo y la literatura, se instalan en Hollywood primero como guionistas; Aldrich, Siegel, Mann y Fleischer, por su parte, experimentan la meritocracia hollywoodiense, ascendiendo a la realización desde diversas labores (editor, segunda unidad, ayudante de dirección…); mientras que Ray proviene del mundo del teatro y la radio. Indudablemente ellos jamás se vieron a sí mismos como una escuela ni tuvieron sentimiento de pertenencia grupal, pero ¿y nosotros?.

Pese a estas y otras diferencias (sus posturas ideológicas, por ejemplo; del liberalismo discursivo de Brooks al anarquismo de derechas de Fuller o al marcado conservadurismo de Siegel, citando solo a unos pocos de ellos) lo cierto es que comparten ciertas actitudes, sobre todo, respecto a su visión de América. Todos ellos reflejan los Estados Unidos como escenario de diversos conflictos (sociales, históricos, ideológicos, raciales, generacionales, institucionales…), una tendencia del cine norteamericano tras la II Guerra Mundial, que se vuelve más crítico con la sociedad y sus problemas. He aquí un verdadero tema común: «su interés por tratar la temática de la violencia en sus diferentes formas y manifestaciones» [2]. No es fácil, en cambio, en las obras de estos cineastas, separar sus visiones de la realidad de sus maneras de mirarla, es decir, en ellos, parafraseando a Noël Burch, la forma es un contenido y ese contenido secreta unas determinadas formas. Como si esos conflictos estuvieran ya reflejados en la misma forma de sus películas, el cine de la generación de la violencia resulta estilísticamente desequilibrado, en el sentido del manierismo (y por oposición al clasicismo de las generaciones anteriores), histérico, y un tanto excesivo. Algunos de sus temas recurrentes demuestran esa interacción: la paranoia, la inseguridad y el temor —de El beso mortal (Kiss Me Deadly, 1955) a Bigger than Life (1956) o Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1963)— son a la vez contenido y forma de expresión.

Por último, rastreando un acontecimiento histórico que podamos considerar generacional, sociológicamente esa transición entre las décadas de los 40 y 50 significa el cerrar las heridas aún recientes de la última guerra (que pronto se sustituye por la de Corea). En lo político, coincide con los albores de la Guerra Fría y la obsesión anticomunista y, en el ámbito privado, con una ruptura generacional (que con tanta empatía supo reflejar Nicholas Ray) y el planteamiento de una necesidad de cambio en las costumbres, conquistado por la juventud sobre todo a lo largo de la década siguiente. Por debajo de la apariencia de normalidad producida por el boom económico de los felices 50, América era una nación convulsa, y esa convulsión es la verdadera razón de ser de la generación de la violencia.

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Ahora bien, ¿cómo encaja Robert Aldrich dentro de esta generación? Evidentemente su carrera, pese a sus indiscutibles individualidades, comparte muchos puntos comunes con las de sus compañeros. Del aprendizaje desde abajo (y seguramente ésta sea la última generación en llegar a la dirección por ese camino) al limbo cinematográfico casi outsider de sus últimas películas en la década de los 80. Aldrich, como el resto del grupo, representa un determinado Hollywood, el del fin de los grandes estudios y el auge de las producciones desertoras (runaway productions) rodadas en Europa. Ellos son el fruto de una transición. Desde la permanencia de una tradición cinematográfica clásica (innegable en todos y cada uno de ellos), y a través de esa mirada nueva, reinventan el cine norteamericano, abriendo las puertas a la modernidad. Paradigmático de todo esto es su adscripción al cine de género. Todos ellos trabajan cómodamente géneros clásicos como el western, el film noir o el cine bélico. Salvo en el caso de Siegel, quien, en nuestra opinión, respeta mucho más que el resto (e incluso que otros cineastas contemporáneos suyos como André De Toth o Robert Parrish, por ejemplo) las estructuras y normas genéricas establecidas, los miembros de la generación de la violencia destruyen —sería más preciso escribir dinamitan, dado su habitual paroxismo— esas convenciones una y otra vez, nadando contracorriente. Así, películas como La última caza (The Last Hunt, 1956), 40 pistolas (Forty Guns, 1957) y El último atardecer (The Last Sunset, 1961); El beso mortal (Kiss Me Deadly, 1955), Underworld USA (1961) o Código del hampa (The Killers, 1964); y Casco de acero (Steel Helmet, 1951), Attack! (1956), Men in War (1957) o Amarga victoria (Bitter Victory, 1957), por ceñirnos sólo a sus primeras realizaciones, difícilmente pueden representar ejemplos puros de dichos géneros citados. A los héroes épicos y compactos de la generación anterior les suceden ahora antihéroes infortunados, grises y desarraigados. La violencia se convierte en una forma de exorcismo.

Repasando antiguos números de revistas como Cahiers du cinéma, Positif, Filmcritica o, en nuestro país, Film Ideal, uno se da cuenta de hasta qué punto buena parte de las esperanzas cinéfilas suscitadas por dicha generación descansaban en Aldrich. Al comienzo de su carrera, ciertamente descollante en un principio, se le vio como la gran promesa renovadora: «un símbolo del cine norteamericano de la posguerra. En efecto, hacia 1955, cuando se quería defender a Hollywood contra sus detractores, tras el deslumbramiento que su descubrimiento supuso, el primer nombre que se imponía era justamente el suyo» [3]. Sus virtudes más evidentes —un gran sentido de la imagen y el ritmo cinematográficos, la ambición unida a un marcado inconformismo, un virtuosismo en la puesta en escena, etc.— le merecieron elogios unánimes. Él era la medida de la modernidad en Hollywood. Sin embargo, la descomposición del sistema de estudios y el languidecer de algunos de los géneros clásicos (como el western, que sufre el declive más llamativo [4]) cambiaron, tanto para él como para el resto de sus compañeros de generación, radicalmente el panorama. Desde finales de la década de los sesenta sus carreras se vieron, coyunturalmente, un tanto desnaturalizadas al plegarse a las modas (la violencia convertida en espectáculo, la proliferación de contenidos sexuales explícitos, una cierta estética…) y al sufrir los caprichos del sistema de producción (en el caso de Aldrich, forzado a vender su última resistencia, su compañía Associates & Aldrich). Ahí radica, con sus diferencias, la impersonalidad de films como El rabino y el pistolero (Frisco Kid, 1979), Golpe audaz (Rough Cut, 1980), Ladrones en la noche (Les voleurs de la nuit, 1982) u Objetivo mortal (Wrong is Right, 1984), películas un tanto anacrónicas desde el mismo momento en que fueron rodadas, que parecen anticuadas de antemano.

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Ante esta evidente crisis artística, dichos realizadores tomaron distintos caminos en un intento por solventarla: de la (auto)marginación de Ray —We Can’t Go Home Again (1976)—; al exilio de Fuller, que probó suerte en Europa —Muerte de un pichón (Tote Taube in der Beethovenstraße, 1973), Ladrones en la noche, Callejón sin retorno (Street of No Return, 1989)—; o el intento de reubicación dentro de la industria de Fleischer, Siegel o Aldrich, negociando con proyectos a menudo muy inferiores a sus posibilidades: El pozo del infierno (Amytiville 3-D, 1983) y El guerrero rojo (Red Sonja, 1985), Blackjack (Jinxed!, 1982) o Alerta: Misiles (Twilight’s Last Gleaming, 1977) y Chicas con gancho (…All the Marbles, 1981).

Décadas atrás, François Truffaut expuso (polémica abierta incluida) esta paradoja, que él denominó del «buen cine a sueldo», en un coloquio sobre el cine norteamericano recogido en el número 100 de Cahiers du cinéma: «Nos decíamos: el cine americano nos gusta, y sus cineastas son esclavos. ¿Cómo será cuando sean hombres libres? (…) En definitiva nos gustaba un cine de pura fabricación en serie, donde el director era únicamente una pieza más del engranaje durante las cuatro semanas de rodaje, y cuyo montaje era llevado a cabo por alguien diferente, incluso en el caso de un gran autor. (…) la libertad en el cine la merece muy poca gente: supone un control de demasiados elementos diferentes y es muy raro que la gente tenga talento en todos los estadios y momentos de la fabricación de una película» [5]. Una argumentación de la que disentimos radicalmente, parcial y reduccionista del problema, pero que aún hoy podría servir como punto de partida para futuras aportaciones sobre el tema…


[1] Navarro, Antonio José: «Daños colaterales. La «generación de la violencia» y el cine de Hollywood» en Latorre, José María (Coord..): La generación de la violencia del cine norteamericano. Nosferatu nº52-53, octubre 2006, p. 82.

[2] Latorre, José María: «La «generación de la violencia» del cine norteamericano» en Ibid, p. 5.

[3] Tavernier, Bertrand y Coursodon, Jean-Pierre: 50 años de cine norteamericano, Barcelona, Akal, 1997, p. 286.

[4] Contradictoriamente a esta decadencia, el western es precisamente el género que parece inspirar más el final de las carreras, al menos, de Aldrich y Brooks: La venganza de Ulzana (Ulzana’s Raid, 1972) y Muerde la bala (Bite the Bullet, 1975), dos visiones particularmente desmitificadoras del género, emparentadas con lo que se ha dado en denominar «western crepuscular».

[5] Ver Cahiers du cinema nº 100/101, octubre 1959.