La venganza de Ulzana

Morir en miércoles

La venganza de Ulzana es sin duda una de las mejores películas de Robert Aldrich, lo que no deja de ser curioso si tenemos en cuenta que si por algo se caracteriza este film es por un grado de contención formal y narrativa hasta cierto punto inusual en la obra del realizador de Doce del patíbulo (The dirty dozen. Robert Aldrich, 1976). En este western de raíz bélica, Aldrich se nutre del desértico paisaje de Arizona para conformar un árido tejido emocional que no necesita de subrayados ni enfatismos formales para conducir la narración hacia su culminación, discreta e inusualmente poética, pero casi tan apocalíptica en su calado moral como la que tenía lugar en El beso mortal (Kiss me deadly. Robert Aldrich, 1955) al abrir la misteriosa caja de Pandora atómica. Allí la rabia ciega del cineasta ayudaba a propagar la onda expansiva en todas direcciones, aquí la imagen se detiene, congelada sobre el rostro de un hombre que espera tranquilamente la hora de su muerte.

Como decía, estamos en Arizona. A Fort Lowell llega la noticia de que el jefe apache Ulzana se ha fugado de la reserva junto a una pequeña partida de guerreros. Sus intenciones, el experimentado explorador MacIntosh (Burt Lancaster) lo deja claro desde el primer momento, no son otras que «incendiar, mutilar, torturar, violar y asesinar».  Se prepara una patrulla para  perseguir a Ulzana y a la cabeza, tras alguna renuncia de última hora —y unos cuantos nuevos apuntes de Aldrich sobre la cobardía e hipocresía de los mandos militares tras Attack! (Robert Aldrich, 1956)— se sitúa el teniente De Buin (Bruce Davison) un voluntarioso e inexperto joven educado en la fe católica por su padre, un clérigo de Philadelphia. A sus órdenes cabalgarán el citado explorador MacIntosh y Ke-Ni-Tay un joven apache al servicio del ejército. A partir de entonces el film seguirá en paralelo los avances de los indios y de la patrulla militar en pos de Ulzana quien,  como vaticinara MacIntosh, siembra el horror por donde pasa, dejando tras de sí un rastro de cadáveres sometidos a las torturas más atroces. Un sadismo que el joven teniente De Buin, amparado en su fe religiosa capaz de ofrecer caridad cristiana incluso a los indios («después de todo son hombres hechos a imagen y semejanza de Dios, como nosotros») no logra comprender. Ke-Ni-Tay tratará de  explicárselo: Ulzana, debilitado por su reclusión en la reserva, necesita fuerza, y para obtenerla debe matar y hacerse con el espíritu de sus enemigos. El carácter de De Buin choca frontalmente con aquello que experimentará a lo largo del camino; paulatinamente su comprensión y bondad cristianas se transformarán en odio hacia todos los que le rodean, sean indios o no, incapaz de ver como unos y otros aceptan y comparten la violencia  del entorno.

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Desde este punto de vista La vengaza de Ulzana es la historia de un aprendizaje. El amargo paso a la madurez del teniente De Buin y su  constatación de la crueldad inherente al ser humano. A excepción de éste, todos sus personajes, ya sean curtidos soldados, indios o colonos, son como el espacio en el que habitan. Un espacio en el que no caben los matices, las medianías. Todo se dirime entre los polos que habitan la vida y la muerte (que no sorprende por que llegue, sino porque lo haga en miércoles). En este lugar, el joven teniente de rostro adolescente, cabellos dorados y sentimiento religioso, no tiene cabida.

Ante la sequedad de lo expuesto pareciera que las composiciones de Aldrich renunciaran a los forzados ángulos tan gratos a su primer período y se empeñaran en expresar todo lo necesario mediante el ritmo tenso y pausado, la composición y el silencio —más que diálogos propiamente dichos, el film se compone de bloques de preguntas y respuestas, de aclaraciones sobre el comportamiento de los apaches dirigidas hacia el teniente y los espectadores, atravesadas de elocuentes silencios y miradas—. La violencia se palpa en los límites de cada encuadre, aunque la mayor parte de las veces se opta por relegarla al espacio en off (baste recordar a este respecto, la memorable utilización del fuera de campo visual y sonoro para resolver el asalto a la granja del colono). Cuando estalla la violencia lo hace súbitamente, sin embellecimientos o coreografías de ningún tipo (la muerte del soldado Miller, por ejemplo, resulta tan poco heroica o estética, tan vacía de significado, que cuando el teniente solicita un informe de lo ocurrido al sargento, éste le replica que simplemente no hay nada más que añadir, Miller se ha muerto). Pese a todo, o más bien,  precisamente, gracias a éste carácter elíptico la película acaba por conformarse como una de las más violentas, nihilistas y desesperadas de su autor.