Green Zone

Érase una vez, en la Irak ocupada por los marines…

Una anécdota recurrente en mi entorno familiar atañe a un primo que, intrigadísimo por la narración que de Chacal (The Day of the Jackal. Fred Zinnemann, 1973) le hacía su mujer, terminó por preguntarle ansiosamente: «Pero al final, ¿a De Gaulle lo matan, o no?» Lo que años ha pasó por risible ignorancia de mi primo, hoy en día igual le garantizaba al pobre el participar en un volumen colectivo sobre las derivas ideológicas del post-cine; algunas de las cuales eran abordadas recientemente por Bernard-Henri Lévy a propósito de la suerte de Hitler en Malditos Bastardos (Inglourious Basterds. Quentin Tarantino, 2009) y de una posible confusión escenográfica entre Auschwitz y Dachau en Shutter Island (íd. Martin Scorsese, 2009): «el nazismo se está convirtiendo en un nuevo campo de juegos en el que se divierten los bad boys de Hollywood, [decretando] lo que es real y lo que no lo es […] Para quienes han escogido pensar que la fábula rige el mundo, la realidad no sería más que una modalidad de la ficción».

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Interesante aportación la de Lévy a un debate que, a poco que se piense, está lejos de resultar novedoso. Aunque, con la prepotente incultura generalizada y la corrección política revanchista que vivimos desde hace un tiempo (factores ambos interesada e indisociablemente ligados), adquiera una incómoda vigencia: Tarantino y Scorsese han podido permitirse el lujo de gamberrear o equivocarse porque el sesgo que se desprende de sus ficciones es el conveniente. También para algunos fueron excusables las invenciones de Enric Marco sobre su estancia en un campo de concentración nazi, ya que adujo significativamente que, mintiendo, «la gente me escuchaba más y mi trabajo divulgativo era más eficaz» (sic). A las instancias oficiales, en fin, de la España actual, se les llena la boca hablando de memoria histórica mientras contribuyen a que la espinosa realidad del franquismo vaya degenerando día a día en un cuento maniqueo para no dormir en el que solo falta Darth Vader.

Paul Greengrass se une con Green Zone: Distrito Protegido al club de los «bad boys de Hollywood» que acotaba Lévy y a los peculiares ejemplos de revisionismo citados, si bien su mirada desprejuiciada afecta a un conflicto mucho más cercano: la invasión de Irak en 2003 por parte de Estados Unidos. Con desvergüenza pasmosa, Green Zone transfigura a un brazo ejecutor del gobierno de George W. Bush, el militar Roy Miller (Matt Damon), en valeroso descubridor de las imposturas de sus superiores políticos en relación con las armas de destrucción masiva que justificaron el derrocamiento de Saddam Hussein. Desatino heroico que, por añadidura, se articula como ridículo one man show a través de una Bagdad transformada en decorado de videojuego abierto por el que Miller hace su santa voluntad.

No podía ser de otra manera, puesto que quien tiene la responsabilidad primera de haber reducido un rompecabezas real y complejo a una fantasía esquizofrénica que insulta la inteligencia y no tiene el más mínimo respaldo verídico, es el guionista Brian Helgeland; como en L.A. Confidencial (L.A. Confidential. Curtis Hanson, 1997), Payback (íd. Brian Helgeland), Mystic River (íd. Clint Eastwood, 2003) o El fuego de la venganza (Man on fire. Tony Scott, 2004), Helgeland ha pergeñado en Green Zone una ficción básicamente acerca de un falo sobreexcitado que cree que el otro, el mundo, la Historia, le deben un orgasmo. Y si Damon y Greengrass, apóstoles de la conciencia política progresista, han aceptado trasladar a la pantalla un relato tan alucinado, es probablemente porque pensaron que les permitiría colgarse medallas abarcando dos registros con espectadores antagónicos: el del cine comprometido, de denuncia, tan oportunista como de costumbre, y el de la acción liberadora de quebraderos de cabeza reflexivos; ambos contribuirían, de paso, a proyectar la idea de que ciertos errores de la política exterior norteamericana fueron un mal sueño provocado por el demoníaco George W. Bush, permaneciendo en cambio incólume la sensación tan favorable al canonizado Barack Obama de que el llanero solitario los sigue teniendo en su sitio a la hora de hacer justicia.

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Vistos en retrospectiva, los cuatro largometrajes anteriores de Paul Greengrass, a la postre el culpable esencial del estropicio por encima de Helgeland, prefiguran Green Zone: los rasgos más discutibles de las ficciones documentales Bloody Sunday (íd. 2002) y United 93 (2006) y de la autenticidad imaginaria que caracterizó El mito de Bourne (The Bourne Supremacy. 2004) y El Ultimátum de Bourne (The Bourne Ultimatum. 2007), confluyen en su nueva propuesta delatando que su estilo de cámara inestable y montaje capaz de manipular hasta el paroxismo tiempo y espacios, no es sino el testimonio de un realismo sensacionalista, histérico, en la línea de otras expresiones audiovisuales contemporáneas: «el único formato televisivo que garantiza salir en las cabeceras políticas es el del falso scoop informativo […] falsear una noticia alarmista de forma verídica siguiendo el planteamiento de la radiofónica Guerra de los Mundos de Welles […] el público congela su sentido crítico a favor de la fascinación por lo espectacular de la noticia, [que rompe] con lo previsible de la programación […] el placer de asistir a algo inesperado está por encima de la ética de la propia noticia […] el espectáculo por delante de la valoración del propio acontecimiento» (Jordi Balló en La Vanguardia, 16/03/2010).

Sacar a colación en este contexto, como ha hecho Bernard-Henri Lévy, a Quentin Tarantino, nos obliga a recordar que Malditos Bastardos comenzaba con la reveladora proposición «Érase una vez, en la Francia ocupada por los nazis…», y que las estrategias formales posteriores hacían honor a dicho planteamiento fabulador. Mientras que Paul Greengrass y sus colaboradores han insistido hasta la saciedad en la inmediatez, organicidad, agenda moral y verismo con que se ha fraguado Green Zone (empezando por la nada inocente apropiación de un texto de no ficción escrito por Rajiv Chandrasekaran). En un acto de justicia poética, el público les ha creído y ha condenado Green Zone a un fracaso de taquilla similar al sufrido por otras muchas producciones de los últimos años con los entresijos de Estados Unidos y Oriente Medio como tema. Otro gallo habría cantado de haber proclamado Damon y Greengrass con franqueza que su tercera colaboración conjunta no es más que una fantasmada tan simplona, hilarante y esquinada como, en atinada conclusión de Joshua Rothkopf en Time Out New York, Rambo (Rambo: First Blood, Part II. George Pan Cosmatos, 1985).