La iguana

En contra de lo ideal

Debo advertir que no me cuento entre los admiradores incondicionales de Monte Hellman, ni entre los fanáticos de su excelente Two-Lane Blacktop (1971). A decir verdad, me quedé de una pieza cuando por fin logré ver sus dos famosísimos y reputados westerns con Jack Nicholson, que, la verdad, encuentro mucho menos rigurosos y enigmáticos que, por ejemplo, el estupendo guión de Burt Kennedy modesta pero más eficientemente dirigido por Harry Keller Six Black Horses (1961), y que me parece imperdonable parangonar (como se ha hecho) con los pequeños (pero no inflados) westerns de Budd Boetticher con Randolph Scott abusivamente agrupados bajo la incorrecta etiqueta de ciclo Ranown. Por no hablar de sus tres primeras películas, series Z muy pobres y más bien sosas, en la esfera de Corman o la de Lippert, dos rodadas en las Filipinas, y que como mucho pueden, en algún caso, resultar simpáticas o entretenidas, pero sobre las que lo más piadoso es no entrar en muchos detalles.

No niego que sea un director extremadamente interesante, sobre todo para lo que ha dado de sí (y de nuevo) el cine americano desde mediados de los años 60, pero su carrera ha sido tan accidentada, intermitente y errática que las promesas raramente se han visto confirmadas, pese a lo cual su inicial consagración como director de culto se ha mantenido intacta, exagerándose para ello los valores de sus tres film míticos, en detrimento de varios de los que yo considero mejores (pero que ha sido difícil lograr ver en buenas condiciones, es decir, sin manipulaciones destructivas o en versiones repudiadas), y tratándose con excesiva benevolencia algunos films alimenticios simplemente bien hechos (los más recientes entre Iguana y Road to Nowhere, 2010, que es de nuevo un proyecto personal e independiente) o magnificando sus poco perceptibles y evaluables aportaciones a películas (notables o mediocres) en las que intervino a títulos diversos y no siempre definidos ni acreditados (desde The Killer Elite (1975) de Peckinpah o Reservoir Dogs (1992) de Tarantino hasta RoboCop (1987) de Verhoeven, Avalanche Express (1979) de Mark Robson o The Greatest de Tom Gries) o a proyectos que fueron confiados finalmente a otros directores (Pat Garrett & Billy the Kid, 1973, Sam Peckinpah).

Iguana es una pobre co-producción con Italia, que se rodó en buena parte en Lanzarote, con algunos técnicos y actores españoles, y aquí se estrenó como La iguana, remontada, mutilada y delictivamente doblada, por lo que goza de una pésima reputación, y encuentro deplorable que la Filmoteca Española se haya molestado en proyectar (y más veces que la original) versiones espúreas (o espurias, si se prefiere) tanto de esta película como de la igualmente o más maldita China 9 Liberty 37 (1978), que es para mí (en su difícil de ver versión en inglés, con el montaje del director, completa, en Scope) la obra maestra de Hellman, pese a ser, en apariencia, un vulgar spaghetti-western. En su versión verdadera, montada (como, en principio, todas las películas de Hellman) por su director, es uno de sus cuatro mayores logros, y una obra absolutamente insólita. Basada en una novela de Vázquez Figueroa (a quien me abstendré de vilipendiar sin haberlo leído; a fin de cuentas, además de Hellman, se ha apoyado en él Fleischer) inspirada por la leyenda de un marino inglés llamado Watkins del que ya había escrito Herman Melville en The Encantadas (Hood’s Isle and the Hermit Oberlus), cuenta una historia tan rara como misteriosa e interesante, digna de alguna de las películas de Jacques Tourneur producidas por Val Lewton o de alguna de las de Jack Arnold que produjo la Universal en los años 50, y relacionada a su vez con algunos mitos literarios de ilustre estirpe y con abundante y variada prole cinematográfica (La Bella y la Bestia, El Fantasma de la Ópera); plásticamente y en parte por su espíritu, puede evocar conexiones que con casi total seguridad Hellman ignoraba: Moonfleet (1955) de Fritz Lang, Anne of the Indies (1951) de Tourneur, The Spanish Main (1945) de Borzage y el Robinson Crusoe (1952) de Buñuel, cumbres de varios subgéneros conexos o contiguos hoy (y ya en 1988) extintos.

Sin embargo, lo que aporta de nuevo Iguana, y resulta ser decididamente hellmaniano es su distancia de los personajes, que transmite al espectador, colocándole en la incómoda posición de testigo externo de actos a menudo brutales (y escandalosos para timoratos de todos los pelajes), y en la aún más difícil (si en tal quiere alguien erigirse) de juez de unos personajes poco articulados y elocuentes, que nunca se explican (ni apenas reflexionan, que a menudo no se entienden a sí mismos) y a los que sólo conocemos por sus hechos, de motivaciones a menudo impenetrables (aunque no inimaginables) y nunca manifestadas, pues se guían por impulsos, reacciones incontroladas, deseos, rencores o instintos muy primarios. Esto, que sucede prácticamente en todas las películas de Hellman, pudo deberse inicialmente a guiones chapuceros y falta de tiempo y de actores competentes, pero a partir de The Shooting (1967) y Ride in the Whirlwind (1965) parece un rasgo asumido. Por eso, pueden resultar muy desconcertantes —e incluso frustrantes— sus películas, casi siempre de estructura circular (o se vuelve al punto de partida o se salda la partida con un empate, o la victoria es pírrica o efímera), sobre todo cuando cuentan historias muy románticas —como en este caso, El fantasma de la Ópera en una isla desierta— con un espíritu no ya escéptico, pesimista y totalmente ajeno al romanticismo (como sucede en Jacques Tourneur), sino agresivamente contrario a toda ilusión idealista. Por eso, ninguna acaba bien, o al menos no realmente bien, y los muy raros happy endings teóricos quedan teñidos por la duda y la melancolía, puestos en tela de juicio como apuestas a largo plazo, como reconciliaciones definitivas, lo que puede hacerlos, en un extraño y retorcido segundo grado, particularmente conmovedores (como en China 9 Liberty 37), pero casi siempre las dejan sin punto final, con puntos suspensivos (estruendosamente llamativos en el caso de Two-Lane Blacktop: la proyección simula atrancarse y la película se quema). En cambio, el final de Iguana es verdaderamente trágico, con algo de la lacónica y ambigua (no se ve la cara del recién nacido) gravedad desolada del cierre de Moonfleet.

Por último, y aunque pueda parecer una frivolidad, no creo lícito hablar de Iguana sin lamentar que el cine español en su conjunto se haya permitido desaprovechar —salvo Medem en Los amantes del Círculo Polar (1998)— a una actriz como Maru Valdivieso (o Valdivielso, como reza en la película), sin duda, con la Jenny Agutter de China 9 Liberty 37 la más atractiva de las heroínas (si puede decirse, la palabra es tan inadecuada como su contraria) hellmanianas. Entonces tenía 24 años, han pasado 22, y seguro que todavía hay papeles para ella.