El escalofrío de la verdad
Hablaba no hace mucho con la gran promesa (realidad, en el ámbito del cortometraje) del cine español, Eduardo Chapero-Jackson, sobre por qué a los dos nos entusiasma el cine de Stanley Kubrick. Y es que coincidíamos en que hay un concepto básico en el cine de altura: la precisión, el rigor, el respeto al texto fílmico. En lenguaje coloquial, suele decirse de los filmes en los que «no sobra ni falta nada». Es cierto que es un ideal casi inalcanzable, y que hay poco cine (especialmente, poco cine contemporáneo) que cumpla ese criterio. Abundan las escenas que sobran (y, por tanto, aburren), los planos que reiteran (y, por tanto, aburren), o las palabras que duplican lo dicho en imágenes (y, por tanto, aburren): por poner sólo tres ejemplos.
Casi todo el cine que me gusta tiene que ver con esto, pero en mi selección de las mejores películas de los años 2000, hay dos que son especialmente brillantes en esa pulcritud del texto cinematográfico, y por eso creo que representan lo mejor del cine europeo actual: 4 meses, 3 semanas y 2 días (4 luni, 3 saptamâni si 2 zile, Cristian Mungiu; Rumanía, 2007) y Algo parecido a la felicidad (Stestí, Bohdan Sláma; República Checa-Alemania, 2005). Que las dos películas provengan del este es algo que quizá merece comentarse más ampliamente, pero no cabe en estas líneas. Este segundo filme, del que me ocupo aquí, parte de una idea bien sencilla: observar cómo un grupo de personajes que viven en la pobreza y rodeados de dificultades luchan por lograr, aunque sea fugazmente, pequeños oasis de felicidad (el título original vendría a significar «Afortunados»).
El brillantísimo primer plano secuencia de la película (pocos filmes coetáneos dominan, con esa elegancia y precisión, el plano secuencia) anuncia que habrá pocas concesiones para el espectador, que el silencio será más protagonista que las palabras y que la crudeza de la realidad se impondrá al revestimiento de los ornamentos. Después, Monika despide en el aeropuerto a su novio, que intentará prosperar en «América»; Toník, su fiel y enamorado amigo, se queda con ella para consolarla; enseguida descubrimos sus problemas familiares, y que se empeña en ser una buena samaritana con una amiga trastornada, Dasha, de cuyos hijos se hace cargo porque tiene que ingresar en un centro psiquiátrico. Sláma explora sin piedad en los rostros, y configura a través de ellos las sensaciones del espectador; aprehende la densidad del tiempo, y la instrumentaliza cinematográficamente, sin importunarnos; trabaja la dualidad presencia/ausencia del plano para significar estados de ánimo e ideas fuerza; las palabras, cuando aparecen, son de una contundencia a veces sobrecogedora («¿Qué le escribo?«, Monika, a Toník, refiriéndose a su novio; «No sé, inventa algo«, responde). Las principales herramientas con que el cineasta trabaja a lo largo del filme quedan definidas en los primeros minutos.
El silencio es una de las más importantes, y no sólo como recurso cinematográfico, sino también como medio de «comunicación» entre los personajes, como atmósfera en que conviven y en que se definen; así las cosas, la efectividad de la música resulta abrumadora, porque apenas se asoma a la pantalla para puntuar, para señalar. Especialmente notable es el trabajo con las texturas, desde el tono general de suciedad y grisura, hasta el preciosismo controlado con que define algunos momentos de cierta felicidad para los protagonistas. La pobreza está realzada por esas texturas, pero también reflejada en detalles concretos (goteras, grietas, frigoríficos vacíos…), y Sláma la utiliza para hablarnos de ética: de que no hay que ser rico para ser bueno, pero de que también los pobres pueden ser canallas; de que la felicidad surge en pequeños momentos fugaces, casi nunca relacionados con el dinero.
Aunque ese quizá es el centro dramático del filme, hay varios temas colaterales de gran interés. Quizá uno de los más impactantes es el reflejo de cómo los niños sufren las frustraciones de los mayores, representado en los hijos de Dasha: desencadena su ira trastornada sobre ellos, les abandona, no quiere verlos en el hospital psiquiátrico (terrible la escena en que ellos parecen no conocerla) y, cuando ya Monika ejerce de madre, vuelve para quitárselos el mismo día del cumpleaños de los chavales, quizá en el único momento en el que han sido felices durante la película. Una historia durísima que subyace paralela a las historias de los adultos, y que nos viene a decir que la fugacidad de la felicidad es algo que también ocurre en la infancia; al menos, en algunas infancias.
En Algo parecido a la felicidad la cámara, realmente, parece escribir autónomamente el texto fílmico, tal es la elegancia de sus movimientos y la exactitud de sus encuadres; la bellísima escena en la que Monika y Toník pasean en barca con los niños, en uno de esos momentos de pasajera placidez, es un ejemplo perfecto de ello. Habría que describir plano a plano el filme para poder explicar, a quien no lo haya visto, la precisión con que está escrito el texto fílmico. La cotidianeidad de la pobreza y de la tristeza es reflejada con la misma sencillez que la maravilla de los momentos felices. La demolición del edificio en el que quiso vivir Toník, y nunca pudo, aparece ante nosotros con la misma contundencia que la sonrisa que se dibuja en el rostro de Monika al ver correr a un perro, desde el tren en que abandona su hogar. Y con ese casi inaprehensible momento de felicidad termina esta magnífica película.