Los 2000: cine y guerra

La guerra, hoy

Hace mucho que las guerras propiamente dichas se han desplazado a los márgenes del Primer Mundo, aprendida ya la lección tras la devastadora Segunda Guerra Mundial; lo cual no impide que ellos (nosotros) se nutran del continuo flujo de capitales generado por la industria bélica, procreadora simultánea de muertes y de ganancias. En consonancia, las agencias informativas producen parciales y distantes crónicas fabricadas con jirones de palabras e imágenes, que en el mejor de los casos, apenas revelan una débil sombra de la monstruosa dimensión trágica del asunto. En las salas de montaje, con inflexibilidad creciente, se descuartiza a la imagen libre, verdadera, capturada espontáneamente, para reciclarla como medio para influir ideológica, política y socialmente en los espectadores, vaciándola así de autenticidad. Pero el siglo XXI trae consigo nuevas formas de representar la realidad: de Internet mana un flujo desatado e incontrolable de información, nutrido de todo género de testimonios sonoros y visuales capturados con los instrumentos de la emergente tecnología digital. En esta Era Portátil, supone la posibilidad de acceder a un corpus informativo inabarcable, singularizado por la multiplicidad de puntos de vista.

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Cine y guerra

El cine bélico fluctúa entre dos extremos: el cantar de gesta propagandístico y la mirada crítica (e incluso combativa) en torno al infierno de la guerra. El grueso de las producciones actuales no ofrece ruptura estética alguna con la cinematografía de los ´90, derivando en su mayoría en cintas construidas a base de personajes y situaciones arquetípicas, siguiendo las huellas de Spielberg a la hora de reflejar (que no interpretar) la violencia, en una paradójica doble vertiente cruenta y espectacular a la vez. El relato se ciñe a fórmulas por lo general desgastadas ya en décadas precedentes. Cabe citar como ejemplo Cuando éramos soldados (We were Soldiers, Randall Wallace, 2002) con su esquizofrénica mixtura de militarismo rancio y plano pacifismo; la pobreza expresiva con buenas intenciones de La marca de Caín (The Mark of Cain, Marc Munden, 2007) o el folleto apologético American Soldiers: un día en Irak (American Soldiers: a day in Irak, Sidney J. Furie, 2005), sorprendente por su desfasada conceptualización, propia de filmes de propaganda como Tigres del aire (Flying Tigers, David Miller, 1942).

La ficción internacional que sirvió de pretexto a la invasión de Irak (la falaz búsqueda de armas de destrucción masiva), una vez desenmascarada, ha propiciado el desarrollo de thrillers conspiratorios setenteros que registran un sentimiento generalizado de escéptico desconcierto. Red de mentiras (Body of Lies, Ridley Scott, 2008) es un filme de espionaje brillantemente contextualizado, en un presente donde los personajes se ven avasallados por el dominio de los nuevos dispositivos de telecomunicaciones, que urden redes indiscernibles entre los hombres y su entorno, resultando arduo vislumbrar con claridad la trama de intereses que motiva a cada uno de los personajes. El riguroso reflejo de una actualidad donde el Poder ha encontrado nuevas vías de omnipresencia a través de la vigilancia satelital.

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Sin embargo, hablando estrictamente de cine de guerra clásico, lo más destacable de la década son un puñado de obras que, eludiendo cualquier moda o fidelidad rutinaria a la tradición bélica precedente manifiestan una sensibilidad común respecto a las vivencias del hombre en el contexto guerrero y las consecuencias de la guerra sobre las comunidades humanas que en ella participan. En Banderas de nuestros padres (Flags of our Fathers, Clint Eastwood, 2006), el veterano Eastwood desmantela una campaña de marketing político, forzando al espectador a asomarse al vacío que oculta en su reverso la famosa fotografía de Joe Rosenthal y desautorizando así cualquier noción impuesta verticalmente de conceptos fácilmente pervertibles como sacrificio y heroísmo: la iconoclastia como vía para aprehender el auténtico carácter de la experiencia bélica. Asimismo, Cartas desde Iwo Jima (Letters From Iwo Jima, Clint Eastwood, 2006) y Gran Torino (ídem, Clint Eastwood, 2008), el ya anciano cineasta, otra vez obsesionado por la necesaria transmisión de la experiencia de las generaciones marcadas por la violencia bélica, incide en aquello que nos impide objetivar las más atroces vivencias: la censura política en el primer caso, y la autocensura en el segundo. El co-guionista del díptico de Iwo Jima, Paul Haggis, prefiere que la guerra resuene en off a la hora de plasmar la devastación sentimental y moral que produce la tradición militarista norteamericana en el estado global de la comunidad, señalando la necesidad de un deseable cambio de valores. Los ecos de Irak retumban a través de los archivos dañados en la memoria (memoria y daño son conceptos clave) de un teléfono móvil, que sólo podrán ser restituidos gracias al afán por alcanzar la multifacética verdad. La tesis es inquietante: la barbarie no existe si no hay quien capture sus imágenes, que es, además, la reflexión nuclear de la película bélica más importante de la década, Redacted (ídem, Brian De Palma, 2007). De Palma hilvana su filme a base de retazos, de testimonios captados por dispositivos digitales cotidianos y perfectamente insertados en nuestra vida social diaria. Puntos de vista fragmentados y fragmentarios, a través de los cuales el autor completa un vasto collage que es un grito colectivo de rabia, una verdad viva, dinámica, sólo alcanzable a través de la yuxtaposición de distintas experiencias vitales. La importancia no radica tanto en la identificación dramática sino en la visión poliédrica reivindicada por el director para alcanzar a comprender la grave dimensión de una guerra frente a la insuficiencia de la imagen informativa.

Teorizar en este breve espacio resultaría pretencioso, más allá de haber esbozado las conexiones temáticas y estéticas de cierta parte de la producción de cine bélico actual. A la fuerza, quedan fuera de este repaso general obras tan interesantes como Jarhead (ídem, Sam Mendes, 2005) o En tierra hostil (The Hurt Locker, Kathryn Bigelow, 2009), cuya singularidad e indagación en importantes cuestiones de puesta en escena bien merecen un estudio aparte.